¡Prostitutas!

Artículo publicado por Luis Hernández Alfonso en el número 149 de la revista valenciana «Estudios», correspondiente a enero de 1936.

Los escritores decadentistas –sin excluir, naturalmente, al gran Verlaine– han entonado cánticos en loor de esas desventuradas mujeres que esperan (en las oscuras calles y en los sórdidos tabucos, unas, y en las lujosas e iluminadas salas de los cabarets o en perfumados salones, otras) la llegada del macho que, a cambio de la pasajera y mecánica posesión de su cuerpo, les entregue unas monedas con las cuales satisfacer sus necesidades perentorias y, alguna vez, sus caprichos. En torno a tan lamentable comercio –el que más hondamente hiere la dignidad humana– se alza una aureola de frivolidad falsa, mezclada con un fatalismo venenoso.

Poetizar algo tan denigrante, justificar como fuere un acto que es síntoma vivo de una terrible lacra social, es cometer un verdadero delito de lesa humanidad. Es preciso desvanecer esa leyenda dorada, rasgar los velos que nos ocultan la verdad; proceder, en suma, como el médico que pone al descubierto una llaga para cauterizarla. No se combate un mal ocultándolo. Hay que ahondar en él como el cirujano al desbridar una herida que tiende a cerrarse en falso.

Esto es lo que nos proponemos. Y al acometer la empresa procuramos actuar de una manera objetiva, prescindiendo –en la medida posible– de nuestro personal criterio.

Refutemos, ante todo, un argumento que suele esgrimirse con frecuencia y que sirve no pocas veces para sembrar la confusión en torno a conductas incalificables. No se trata de parangonar la prostitución con la libre relación sexual. Aquélla y ésta no tienen ninguna semejanza. El doctor Díez Fernández (1) ha sostenido –con razón evidente– que la castidad no es «abstención», sino «limpieza de móviles», impulso sano, ejercicio normal y franco de funciones lícitas de acuerdo con las normas de la Naturaleza.

La prostitución, por el contrario, es una subversión de las leyes naturales, una malversación de energías útiles. La prostituta no utiliza su sexo de un modo natural, es decir, para la satisfacción de las necesidades sexuales de su organismo, sino como instrumento o medio de ganar lo suficiente para satisfacer todas sus necesidades. Y no sólo se produce así el mal uso de sus órganos genitales, sino que, por la excitación que provoca en los hombres –medio de aumentar sus clientes– hace que éstos realicen el acto sexual sin espontáneo deseo.

El amor libre es algo radical, fundamentalmente distinto. Dice el doctor Iwan Bloch que «el amor libre pondrá un freno mucho más duro al desordenado comercio carnal ilegítimo que el matrimonio, tal como está hoy constituido, y, sobre todo, lo ennoblecerá» (2). El ilustre doctor alemán alega, en apoyo de sus afirmaciones, argumentos de tal fuerza lógica, de tal evidencia, que no cabe refutación alguna.

Mas no es preciso aducirlos aquí para nuestro propósito. La prostitución carece de la cualidad fundamental del amor libre: el desinterés. No tiene espontaniedad, no es, en suma, libre, sino forzado: para la mujer, por la triste necesidad de vender caricias; para el hombre, por la no menos triste necesidad de comprarlas. Se dice que la prostitución es la consecuencia inevitable de la civilización. Falso. Falso y, además, inicuo. No es consecuencia de la civilización, sino de una aberración de ella, de una injusticia de ella; es producto de una organización económica que no sólo hace posible, sino inevitable, la transformación de las funciones sexuales en negocio o, simplemente, medio para ganar la vida.

Para examinar esta abominable y dolorosa plaga con la serenidad que un acertado juicio exige, debemos dejar bien aclaradas las diferencias entre ella y el amor libre; despojémonos de prejuicios, originados, cuando no por un interés egoísta de los que disfrutan de privilegios, por una lamentable confusión, favorecedora de la continuación de éstos.

En el amor libre, hombre y mujer se entregan por inclinación recíproca, sin coacción alguna, en cumplimiento de leyes naturales que, como todas las de igual fuente, son justas, limpias, verdaderamente morales. Del amor libre nace la felicidad.

La prostitución es, por parte de la mujer, la función sexual como oficio; por la del hombre, la mecánica satisfacción de una necesidad, como recurso. Ninguna relación que no sea mera y mezquinamente animal; sin sentimiento que la ennoblezca, sin espontaneidad. De la prostitución nace la dolencia, la degeneración, la desgracia.

La sociedad burguesa y mojigata que cuanta menos moral practica más alardea de ella, abomina de la prostitución mientras la produce, la fomenta y le rinde vasallaje. Los sesudos varones, espejo de caballerosidad, que constituyen juntas de moralidad, suelen privadamente contribuir al aumento de la prostitución, mantienen queridas y se oponen abiertamente a todo cambio de la sociedad que entrañe el peligro de acomodarla a una ética natural y efectiva.

Las diatribas que contra las prostitutas lanzan no son, a fin de cuentas, sino un medio de disimular sus disipaciones y una injusticia más que añaden a las que pesan sobre su conciencia. Y a reacción –equivocada por su sentido– obedece esa glorificación a que se dedicaron los decadentistas; reacción que obedece a un principio de alto valor moral, pero que lleva a ensalzar esa plaga en lugar de conducir a combatirla de un modo realmente justo, esto es, suprimiento sus causas, entre las que figura, con rigor extremado, la miseria con su cortejo de hambres, privaciones y vejámenes.

La prostitución y sus clases

No es éste lugar para el maduro examen de definiciones ni disponemos del espacio preciso para trazar, por brevemente que fuera, un resumen histórico de la prostitución. Ocasión tendremos de exponer, con el necesario detalle, nuestro modo particular de entender el problema. Nos proponemos hoy hacer llegar a nuestros lectores diversos aspectos de la prostitución moderna. Mas como no nos guía el morboso afán de exhibir facetas frívolas, propias de revistas superficiales, muy respetuosas con el orden social establecido y con la gazmoña moralidad al uso, forzosamente hemos de indicar las fuentes actuales de la prostitución, las circunstancias que en ella concurren y las que rodean la vida de las desventuradas mujeres que la tienen como profesión.

Muestrario de un burdel

No afirmaremos, como Pappritz, Blaschko, Keben (3) y tantos otros ilustres investigadores, que la prostitución sea únicamente producto de circunstancias económicas; pero sí aceptaremos con Bloch que «nuestra vida sexual está tan íntimamente unida a la cuestión social, que su reforma implica irremisiblemente la de las circunstancias económicas». Es indiscutible que no pocas muchachas que trabajan por un jornal mísero ceden a las insinuaciones de quienes les ofrecen bien un suplemento de salario, bien una remuneración mucho más elevada, por algo que no es un trabajo propiamente dicho.

No creemos que nadie niegue la existencia y la importancia de este comienzo de prostitución. Los moralistas a ultranza (?) fulminan anatemas contra «el vicio», el «afán de lujo» y la «pereza» de las jóvenes obreras que cambian la aguja por la protección de un caballero (a quien, dicho sea de paso, eximen de responsabilidad) que satisfaga sus necesidades. Basta recordar lo que, sobre esto, escribió Max Nordau en su célebre libro Mentiras convencionales de la civilización (4) para encontrar la réplica adecuada.

La policía, en acción moralizadora

En efecto: la sociedad burguesa, moralísima cultivadora de las buenas costumbres, actúa en virtud de normas originalísimas. Si un casero, por ejemplo, no percibe de una mujer, inquilina de su finca, el alquiler estipulado, procederá a desahuciarla; mas si esta mujer, vendiéndose a cualquiera, le paga, la tratará con las máximas consideraciones. Eso sin perjuicio de abominar de la prostitución. Lo mismo hacen el panadero, el carnicero, el zapatero, etc.

Se le exige a la mujer virtuosa que padezca los rigores de la miseria, la privación permanente de lo superfluo y de lo necesario. Y, al mismo tiempo, se permite que la no virtuosa satisfaga sus necesidades y sus caprichos aunque para ello se prostituya. La sociedad quiere que las mujeres sean honestas; pero, al mismo tiempo, les impone la necesidad de que no lo sean cerrándoles todos los caminos menos ése.

Por todo ello hay prostitutas en diversas clases sociales: las hay en las altas cuando sienten la pasión de joyas, pieles costosas, autos; en las burguesas, atenidas a sueldos o rentas insuficientes, y, con más razón, en las obreras que disfrutan de un salario mísero e inseguro. No son prostitutas únicamente las que hacen vida en los prostíbulos o las que aguardan por las noches en las esquinas callejeras la llegada del hombre que ha de comprar sus favores. Lo son también las mujeres casadas que obtienen de sus amantes la solución de problemas económicos de su hogar; y las empleadas que, merced a esos actos, pueden vestirse con alguna comodidad; y las obreras que se aseguran mediante dádivas de amigos lo que precisan para el sustento.

Tan absurda es la vida social contemporánea, que no es raro el caso de un hombre que, conocedor de las dificultades pecuniarias de su casa y viendo que éstas se resuelven sin su intervención, descarga su furor contra su mujer si descubre infidelidades gracias a las cuales puede vivir la familia. Prostitución es, y de las más crueles, porque se realiza por la mujer en un terrible sacrificio.

Es cosa comprobada que infinidad de prostitutas proceden de las filas del servicio doméstico. Las criadas, asediadas constantemente por el amo o por sus hijos, en la alternativa de aceptar sus proposiciones o perder la colocación, sucumben muchas veces; empezado el camino, es difícil detenerse en él. Si la falta se descubre, la señora despide a la sirviente y, con ello, el orden queda restablecido y la moral se restituye al hogar. Abandonada a su suerte, embarazada tal vez, la criada ha de resolver su problema. La prostitución, pública, de mancebía o callejera, le brinda un «modus vivendi» al que suelen acogerse.

Antes de ejercer el oficio, y dos años después

Suele clasificarse la prostitución en pública y clandestina: la primera es la de prostíbulos y la callejera; la segunda, la que ejercen mujeres que no están consideradas oficilamente como prostitutas (camareras, tanguistas, empleadas y obreras protegidas, señoras casadas que tienen varios amantes, etc., etc.). Es cosa comprobada por la experiencia que la mayor parte de las contaminaciones venéreas y sifilíticas proceden, en su mayoría, de la prostitución clandestina, no sujeta a la acción profiláctica oficial. En cambio, la prostitución pública tiene múltiples características que la hacen condenable.

La vida de las prostitutas

La mujer que adopta como profesión el alquiler de su cuerpo ha de optar, dentro de la prostitución pública, entre la vida de mancebía y la independiente. En el primer caso es ignominiosamente explotada por la dueña del prostíbulo; hay ocasiones en que no existe otra retribución que la comida. Por eso las prostitutas prefieren dedicarse a su «trabajo» de manera libre, para no tener que abandonar a otra persona la mayor parte de lo que ganan.

La existencia de las mancebías tiene aspectos verdaderamente repugnantes. La humillación constante de las pupilas, obligadas a presentarse «en rueda» para que los clientes escojan la que más les agrade, se convierte en algo que, por lo repetido, llega a parecerles natural. La favorecida debe yacer con el que paga, joven o viejo, sereno o borracho, normal o anormal. Y, si no quiere verse precisada a marcharse de la casa, tiene que complacer al parroquiano satisfaciendo sus caprichos, practicando sus aberraciones.

Renunciamos a describir con mayor detalle las circunstancias en que se desenvuelve, con monotía exasperante, la existencia de las infelices pupilas. Sus escasos ingresos se ven mermados por la compra de telas, perfumes y baratijas que les ofrecen los vendedores que, dando facilidades de pago, cobran sus mercancías con un recargo del cien por cien sobre el precio corriente.

De la situación de las pobres mujeres en esas casas puede formarse idea recordando lo que se supo en el famoso proceso de Regina Riehl, famosa dueña que, merced a la lenidad de la policía, no sólo retenía a sus pupilas contra la voluntad de las mismas, sino que las castigaba corporalmente y no les daba otro pago que la comida. Esto ocurría no en lejanas épocas –como podría suponerse en pura lógica–, sino en 1906, esto es, hace apenas treinta años.

Cuando el cliente lo desea, la infeliz ha de pasar con él toda la noche, renunciando a descansar y soportando malos tratos e impertinencias. Así las mujeres que viven en casas de lenocinio envejecen y se ajan prematuramente. Ruedan de una mancebía a otra inferior hasta que, perdidos sus encantos, no son admitidas en ninguna.

A la caza del cliente

Si se exceptúa la mayor ganancia, no es mucho mejor la suerte de las prostitutas callejeras. En cualquier época del año, con frío o calor, llueva o nieve, ha de pasear su tedio por las callejuelas oscuras, desde el anochecer hasta que logra lo suficiente. Tiene muchas competidoras, tantas, que no pocas veces ha de retirarse de madrugada sin haber conseguido ganar para comer al día siguiente. Para evitarlo se esfuerza en conquistar como fuere al transeúnte, degradándose con aberraciones que sirven de aliciente a los hombres remisos. Ofertas que llegan a extremos insospechados.

Sin la higiene más elemental, efectuando el acto sexual con desconocidos, temprano o tarde sufrirá una contaminación luética que le impedirá seguir su triste oficio. Los efectos de estas enfermedades son bien conocidos, aunque quizá no tanto como debieran. Diariamente vemos por ahí a verdaderas ruinas humanas que un año antes fueron mujeres jóvenes y atrayentes.

Y como la actual organización social es radicalmente injusta, las desventuradas que rodaron tan bajo ven pasar en lujosos automóviles a otras mujeres, tan prostitutas como ellas, pero que, con más suerte, han logrado adquirir pieles, joyas, acaso un hotelito o el mismo auto desde el que parecen desafiar la miseria ajena. Artistas que, lanzadas por un rico protector, utilizan el reclamo del escenario para vender sus caricias a buen precio; muchachas de buena familia que se sirvieron de sus relaciones sociales para buscar un amigo acomodado; señoras casadas que se prostituyen decentemente para satisfacer lujos que el sueldo o la renta del marido no pueden pagar; viudas que, teniendo pensión, con la que viven humildemente, se ayudan tomando amantes que les proporcionan comodidades y caprichos.

Las mujeres de la calle ven cómo esas prostitutas viven sin apuros, sin la amenaza del hambre, sin el tormento del frío, rodeadas del inmerecido respeto de los revenciadores incondicionales del éxito. Moralmenet son iguales todas. Pero el mundo sólo distingue dos clases de gentes: la que tiene dinero y la que carece de él. Por eso las de automóviles, pieles y hotel son señoras, y las que viven en prostíbulos o esperan a los hombres en las esquinas, son mujerzuelas.

Unas viven en casas cómodas, tienen criados, visten a la moda, frecuentan las salas de espectáculo, veranean en las playas de lujo. Para eso están las cuentas corrientes del marqués de A., del Banquero B. o del estadista C. Llegan incluso a ejercer decisiva influencia sobre los magnates de las finanzas y de la política. Si saben precaver posibles contingencias, se aseguran un porvenir en previsión de una ruptura o un abandono.

Las otras viven al día, sin esperanza de un futuro mejor; al contrario, sólo pueden esperar, con el desgaste fisiológico inseparable de su oficio, una depreciación de sus gracias. Vendrá entonces, cuando no basten los afeites para disimular su avejentamiento prematuro, el lanzas sus ofertas al viandante desde las zonas de oscuridad, a las que no llegue la luz descubridora de rostros marchitos y cuerpos fofos. Vendrá, con esto, la necesidad de practicar aberraciones sucias y repugnantes, para brindar a los clientes algo que no suelen darles las jóvenes y lozanas, a quienes les basta con entregarse normalmente. Si por azar (ya que las fuentes de la maternidad se secan en las prostitutas, que han de yacer cinco o seis veces cada día con hombres diferentes) conciben un hijo, el problema se agudiza en términos terribles: ¿conservar el hijo, ejerciendo la prostitución? Las dificultades son insuperables. ¿Desprenderse de él, abandonándolo a la caridad oficial? Aunque madres involuntarias, son madres al fin y no son ajenas al sentimiento más puro que han encontrado en su vida dolorosa.

Serán siempre víctimas de quienes las prostituyen primero y las desprecian después, por ser prostitutas. Vivirán al margen de toda consideración social; sólo sabrán que hay leyes porque en nombre de ellas se las perseguirá, se les impondrán arrestos y multas. Los mismos que las buscan para desahogar en ellas sus apetitos, las desprecian un minuto después de satisfechos.

Sometidas a esta constante humillación, hartas de entregarse mecánicamente a cuantos paguen, buscan –y, por desgracia, encuentran– a un hombre con el que disfrutar del goce sexual, un hombre que puedan considerar como suyo. Lógicamente, el que soporta la prostitución de su novia no suele ser un hombre de escrúpulos morales; es el aventurero, el maleante (ladrón, carterista, timador), el vago profesional que, conocedor de la necesidad que la prostituta siente de un rincón de afecto, de un poco de amor verdadero, se deja querer, cobrando al mejor precio posible sus favores.

La sociedad las fomenta y las castiga

El novio (es decir, el chulo) es, entre las prostitutas, una institución. Viven bien; ellas les pagan sus necesidades y sus vicios; beben, fuman, presumen… Y si no obtienen lo que estiman suficiente, menudean los golpes y, no pocas veces, relucen las navajas, y la sangre de las infelices salpica las paredes y empapa lechos de burdel. Estos crímenes seudopasionales, de asquerosa etiología, verdadera plaga en la vida de las grandes ciudades, son tan frecuentes que no necesitaremos recurrir a las estadísticas para que el lector comprenda su importancia como mal de la colectividad.

Evidentemente, con diferencias debidas a la distinta categoría social de los personajes del drama, el chulo se da en todos los casos de la prostitución. Rara es la mujer elegante prostituida que, para compensarse de su actividad sexual forzada, no tiene un «amant du cœur» (amante del corazón), como se les llama en Francia a los que disfrutan del amor verdadero de una dama que tiene otros. Con frecuencia un joven de buen porte, distinguido y mundano, posee las caricias… y el dinero que una mujer de buena sociedad obtiene de su marido y de otros amantes. En estos casos (que hasta aquí hay injusticia), el chulo, que no quiere comprometer su posición social, no suele maltratar a su amante ni provocar escándalos que derrocarían su inmerecido prestigio de hombre digno. Tampoco faltan, en fin, los maridos que ejercen funciones de chulo, permitiendo, cuando no provocando o favoreciendo, la prostitución de su esposa para disfrutar de los beneficios materiales que de tal modo se obtengan. Y también ocurre, a veces, que esos maridos, bien por un resurgimiento extemporáneo de su amor propio o por exacerbación de su egoísmo defraudado, maten a su mujer para vengarse de un deshonor en el que hasta aquel momento no habían reparado. Abundan también estos vulgares crímenes de flamenquería, disfrazados de pasionales.

Conclusión

En burdeles, en cafés cantantes, en cabarets, en salones de té, en cafés (desde el modesto bar hasta el más lujoso establecimiento), en las calles de las ciudades populosas, las meretrices, públicas o disimuladas, buscan clientes. Desde la liaison elegante y dorada hasta el brutal convenio de quince minutos, la prostitución constituye una plaga inmensa, que desmoraliza los espíritus y degenera y enferma los cuerpos. Millares de mujeres y no pocos hombres viven de ella. Se practique en casas de lenocinio, en casas de citas, hoteles o casas particulares que ceden «habitaciones discretas», pupilas, meretrices independientes, busconas, cocottes de alto vuelo y demimondaines devoradoras de fortunas mantienen el bochornoso comercio de la prostitución. Adopta ésta, en la actualidad, formas variadísimas. Se anuncia en los diarios de peregrinas maneras: hay masajistas, manicuras y callistas que jamás conocieron las más elementales reglas de semejantes profesiones; señoras casadas, viudas o huérfanas que solicitan préstamos o protección de caballeros distinguidos y reservados. Quién pide cooperación para mantener un negocio; quién ofrece cuidados domésticos; quién, finalmente, se titula bella mecanógrafa, secretaria o profesora de idiomas.

La prostitución, opinan los más inteligentes y laboriosos investigadores, es causa de incontables desgracias. La experiencia de médicos, higienistas y legisladores ha demostrado elocuentemente que a ella puede atribuirse un elevado porcentaje de calamidades en la sociedad moderna y la casi totalidad de los padecimientos venéreos y sifilíticos, amén de abundantes casos de alcoholismo, epilepsia, locura, degeneración hereditaria y toxicomanía. Conduce frecuentemente a la inversión sexual y a otras aberraciones lamentables.

La vida de las prostitutas, exceptuando el escasísimo número de las que logran fortuna, es bastante inferior a la de muchos animales, puesto que ellos no han de someterse a prácticas contrarias a la Naturaleza. Lejos de mejorar su condición, las medidas policíacas adoptadas en múltiples lugares sólo han servido para empeorarla, porque no van dirigidas contra la prostitución (considerada oficialmente como necesaria),sino contra las prostitutas. Las disposiciones no tienden a suprimir ese comercio carnal bochornoso; van encaminadas a restarles publicidad. Se hace con las mujeres públicas lo que con los mendigos: se las persigue; se las confina a determinados barrios; se las detiene cuando deambulan por las calles antes de la hora fijada. Pero no se combate la raíz del mal. Y esas persecuciones serían justas si la sociedad hubiera hecho innecesaria la prostitución.

Se han emprendido cruzadas internacionales contra el mostruoso negocio, también internacional, de la trata de blancas, proveedor de carne nueva de los prostíbulos, organización que recurre a todos los procedimientos para mantener sus actividades; se han ensayado diversos sistemas y se ha discutido extensamente si era mejor el de reglamentar o el de tolerar el ejercicio libre de la profesión. Nada se ha conseguido, porque no se cura una dolencia atacando sus síntomas, sino destruyendo su origen.

Hay, pues, que transformar hondamente la sociedad, facilitar las uniones normales y espontáneas, suprimir la miseria, la injusta desigualdad económica y de trato. Cuando esto se logre la prostitución perderá su carácter actual; quedará, tal vez, como vicio, como aberración condenable, y podrán ya adoptarse contra ella, sin daño alguno de la justicia, las medidas más contundentes y rigurosas.

Mientras esto no suceda, los sesudos y respetables señores, fomentadores en privado y detractores en público de esa plaga, no pasarán de ser hipócritas comediantes que disimulan con injusticias secundarias otra mayor y más honda, a cuya perpetración contribuyen de no escasa manera.

Nuestra pluma no perseguirá a las desventuradas prostitutas, ni tampoco se moverá para contribuir a una glorificación que nos parece contraproducente y estúpida. Escribirá, sí, tanto como pueda, contra una organización social que, tras de inmolar a sus miembros más débiles, los fustiga y los desprecia.

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[1] El doctor Carlos Díez Fernández fue en efecto autor, entre otras, de una obra titulada precisamente Castidad. Impulso. Deseo, publicada en 1930 por Javier Morata, editor también de varias obras originales y traducciones de Luis Hernández Alfonso. Firmó junto con otros intelectuales el Manifiesto de la Alianza de Escritores Antifascistas para la Defensa de la Cultura, publicado en «La Voz» el 30 de julio de 1936, sólo unos días después del Alzamiento faccioso. El doctor Díez Fernández moriría fusilado por los franquistas. Debemos a la amabilidad del profesor Marc Reynés, estudioso de la obra y figura de María Zambrano, la confirmación de que estuvo casado con Araceli, la hermana menor de la filósofa. [Nota de Pablo Herrero Hernández]

[2] Al dermatólogo berlinés Iwan Bloch (1872-1922) se le considera el padre del término sexología y el fundador de esta disciplina. Uno de sus principales estudios versa precisamente sobre la prostitución. [Nota de P. H. H.]

[3] Se trata de tres importantes estudiosos alemanes de la prostitución. Anna Pappritz (1861-1939), defensora de la autonomía de la mujer en campo moral y de su igualdad de derechos, fue figura destacada del movimiento por la abolición de la prostitución. El dermatólogo Alfred Blaschko (1858-1922) estudió la prostitución desde el punto de vista histórico e higiénico. Georg Keben (1859-1921), además de un estudio sobre la prostitución, publicó hacia 1913 una curiosa obra titulada Las armas del sexo en el amor y en la moral, título y tema modernos donde los haya. [Nota de P. H. H.]

[4] La obra citada del famoso médico, pensador y crítico social húngaro Max Nordau (1849-1923), publicada en 1883, aparecería en español sólo cuatro años más tarde. [Nota de P. H. H.]

El artículo que antecede ha sido localizado en el archivo del Ateneu Enciclopèdic Popular de Barcelona, a cuyo competente y entusiasta presidente Manel Aisa va nuestro más sincero agradecimiento.

~ por rennichi59 en martes 10 octubre 2006.

Una respuesta to “¡Prostitutas!”

  1. Desafortunadamente este problema es un mal necesario en una sociedad consumista como la nuestra.

    El bombardeo de las televisoras y las revistas esta a la orden del dia sugiriendo que la mujer es solo un objeto de deseo para satisfacer bajas pasiones y nada mas.

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