Don Ramón de la Cruz, «Cuatro sainetes casi desconocidos»

cuatro-sainetes-casi-desconocidosDon Ramón de la Cruz

Cuatro sainetes casi desconocidos (La botillería, El oficial de marcha, La mesonerilla, El convite de Martínez)

Colección «Ariadna» – Serie X (Teatro, miscelánea)

[¿Editorial Surco?] [¿inédito?]

DON RAMÓN DE LA CRUZ

Sin disputa, don Ramón de la Cruz es el verdadero padre del sainete español; y el creador de un género teatral que tanto esplendor alcanzaría en nuestra escena fue, también, el mejor de los sainetistas de su época, sus seguidores, imitadores o discípulos, aun cuando entre estos los hay muy dignos de ser conocidos y estimados.

El ingenioso escritor madrileño nació el 28 de marzo de 1731. Su familia era no muy acomodada, si bien gozase de excelente prestigio. Reveses de fortuna hicieron más apurada su situación, por lo que el padre, don Raimundo de la Cruz, hubo de solicitar un empleo, consiguiéndolo y siendo destinado al penal de Ceuta, adonde se trasladó con su esposa y sus dos hijos. Muerto allí don Raimundo, viéronse reducidos los supervivientes a gran penuria.

Sin objeto ya su permanencia en la ciudad marroquí, decidió la madre, doña Rosa Cano, el regreso a la península. Merced a la ayuda de amigos y parientes pudieron volver a Madrid. Siguieron muchos meses durante los que el auxilio pecuniario que recibían permitió a Ramón estudiar humanidades; pero al cabo de ese tiempo, bien porque los parientes se cansaran del largo sacrificio o por cualquier otra causa —pues nada sabemos concretamente sobre el particular—, abandonó aquellos estudios que ya le habían proporcionado una sólida base cultural.

Para atender al sustento de su familia, Ramón solicitó un modestísimo empleo burocrático. Después de verse precisado a buscar recomendaciones —recurso que, si en todo tiempo suele dar resultado, en aquellos era infalible y constituía el medio normal para la provisión de cargos administrativos— obtuvo, en mayo de 1759, una plaza cuya remuneración anual ascendía a la exorbitante suma de cinco mil reales.

Hétenos a Ramón de la Cruz, que desde su estancia en Ceuta había sentido la llamada de las Musas, convertido, a los veintiocho años, en oficinista. Comenzaba una esclavitud de trabajo que sería ya permanente, puesto que a ella estuvo sujeto mientras vivió. Fácil es imaginar la tortura que sería para un poeta haber de pasar años y más años entre cuentas interminables, expedientes, oficios y otros papeles que para un artista representan un verdadero crimen de leso buen gusto.

Pero la vocación obra milagros. El joven se resarce de su labor rutinaria dedicando sus horas libres a manejar la pluma con más nobles y elevados designios que recordar las deudas a los Municipios o informar cualquier reclamación de tipo formulario. Comenzó —como tantos otros— a escribir dramas trágicos, única producción teatral que por entonces parecíale digna de absorber la actividad de un amante de las letras. El público no se mostró muy favorable a tales ensayos. A esta época pertenecen Quien complace a la verdad…, La fingida Arcadia, Los despechados, La hostería de Ayala, Templos de Amor y Placer, Marta abandonada, La avaricia castigada y otras obras.

Ramón de la Cruz no se obstinó en cultivar el género serio. Sin perjuicio de volver, en ocasiones, a él (Aecio triunfante en Roma, Sesostris, tragedias aparecidas en 1767; Bayaceto, 1769; La Escocesa, 1771; Hamleto, 1772; Zalestris, 1773; Celinda, El severo dictador, 1775; Atilio Régulo, 1778; Cayo Fabricio, 1783…), optó por el género popular, cómico y de costumbres, en el que había de conquistar fama imperecedera.

Surgieron así los célebres sainetes que apenas estrenados dieron gran renombre a su autor, aunque los ingresos que con ellos obtenía no bastaron para permitirle abandonar su modesto empleo, si bien mejoraron notablemente su situación económica.

La fecundidad asombrosa de nuestro autor hizo que se le denominase «el Lope de Vega del siglo XVIII». Se sabe que compuso, en total, como mínimo, quinientas cuarenta y dos obras; y se cree que hizo más, desgraciadamente perdidas. Obtuvo ésitos ruidosos como los de Briseida y Las segadoras de Vallecas, las primeras zarzuelas españolas, estrenadas en 1768; La mesonerilla, verdadera joya de su género; Las labradoras de Murcia, Inesilla la de Pinto, Los bandos de Lavapiés, El muñuelo, El licenciado Farfulla y La espigadera.

Tan resonantes y merecidos triunfos, al augurarle el primer lugar en los dos teatros de que a la sazón disponía Madrid, atrajeron sobre don Ramón de la Cruz y sus producciones envidias y enemistades. Con perseverante diligencia, digna de mejor causa, criticáronle a porfía los autores chirles y los eruditos pedestres. Trataron unos y otros de rebajar el valor de sus obras, acudiendo, para conseguir su propósito, a medios no siempre muy correctos, ya que escribieron sainetes satíricos y publicaron folletos con seudónimos o sin firma alguna. Pese a todo esto, los triunfos del autor continuaron, su popularidad creció y cada nueva obra era acogida con mayor aplauso.

Tuvo también amigos y partidarios e incluso protectores tan ilustres como Floridablanca, el duque de Alba y la duquesa de Benavente. El propio conde de Aranda, que al principio, instigado por los enemigos de don Ramón, se mostraba poco inclinado hacia él, concluyó por favorecerle, convencido de su valía y de que el género cultivado por nuestro autor respondía de modo absoluto a los gustos del público español de la época.

Aun cuando los ataques de que era víctima no dejaron de causarle sinsabores, don Ramón de la Cruz supo en todo instante mantener en alto su pabellón, respondiendo a las críticas hábil y donosamente, a más de proseguir sin desmayo su labor. Tras de ejercer, con valentía y singular ingenio, su derecho de defensa, el ilustre sainetero atacó bravamente la tendencia, entonces en boga, de imitar las tragedias francesas, moda aquella que dio nacimiento a gran número de piezas teatrales sin la menor originalidad y valor literario escaso o nulo.

Contrajo matrimonio don Ramón con doña Margarita Beatriz de Magán y Nelo, de la que tuvo varios hijos, sin que, no obstante los esfuerzos de los investigadores —entre los que destaca el gran don Emilio Cotarelo— se haya averiguado aún cuántos fueron. Igual oscuridad reina en todo lo concerniente a la vida privada del sainetero, de la cual solo conocemos realmente lo que se refleja en la pública. Se sabe, sí, que nunca llegó a verse libre de los agobios pecuniarios y que, a pesar de haber sido aumentado su sueldo hasta los diez mil reales —después de largos años de servicios— y de lo que percibía por sus obras, pasó no pocos días de angustia económica; pero, como ha demostrado paladinamente el citado investigador, jamás pudo verse don Ramón en la indigencia que, tradicionalmente, se le atribuye.

Falleció en Madrid el día 5 de marzo de 1794, a consecuencia de una pulmonía que padeciera un año antes y de la que no había curado bien. Tenía a la sazón sesenta y tres años y dejaba viuda y una hija, a las cuales socorrió el Ayuntamiento de Madrid con mil quinientos reales y a quienes la duquesa de Osuna, admiradora del poeta, señaló una pensión vitalicia de dos mil doscientos reales al año.

Como prueba de que el ingenio de don Ramón se mantuvo vivo y lozano hasta el fin, señalaremos el hecho de que uno de sus mejores sainetes, El muñuelo, y acaso la mejor de sus loas, El convite de Martínez, fueron escritos y representados, con gran éxito, en 1792.

* * *

Coinciden los críticos en otorgar a don Ramón de la Cruz el título de gran sainetista; y, aunque no con tal unanimidad, consideran de menos valor sus tragedias y dramas. Los sainetes de Cruz son ingeniosos, fluidos y, por lo común, de finalidad moralizadora. Su versificación es de fluidez extraordinaria. Por los manuscritos que han llegado a nosotros, sabemos que escribía con suma facilidad, hasta el punto de que apenas necesitaba introducir modificaciones en los originales antes de entregarlos para que fuesen representadas las obras.

No fue un comediógrafo más en su tiempo; fue un innovador, un revolucionador del teatro. Su originalidad estriba en la elección de asuntos nuevos en la escena española y en la presentación de tipos arrancados de la realidad. Nada de asuntos rebuscados ni de personajes convencionales: la naturalidad y el verismo son las armas del ilustre sainetero.

Sus petimetres, majas y payos se mueven en las tablas como lo hacían en la pradera de San Isidro, en Amaniel o en las Vistillas. Indudablemente, el público, harto de tapadas, traidores, viejos celosos, tutores casamenterios y demás tipos indispensables en las comedias de los siglos XVI y XVII, acogió entusiasmado el nuevo género, tan gratamente presentado, tan lleno de naturalidad y de lógica.

En aquella época luchaban diversas tendencias por el predominio en nuestros escenarios. Los neoclásicos, a la cabeza de los cuales estaba el quisquilloso, mordaz y atrabiliario don Leandro Fernández de Moratín, pretendían imponer las obras de estilo francés. Otros preferían la llaneza de los sainetes de Cruz a la petulancia y el artificio de los dramas importados, o escritos sobre patrones galos.

La pugna, complicada por la intervención de poetas chirles de ambos grupos, llegó incluso a provocar choques ruidosos y reyertas públicas. Don Ramón de la Cruz, el más destacado autor de entonces, tuvo que soportar acerbas críticas, no todas leales ni siquiera inspiradas en el noble deseo de mejorar la poesía dramática. Incluso hombres de gobierno (como el conde de Aranda, persona de innegable amor a las letras) tomaron partido en la discusión, favoreciendo cada cual al bando por el que se inclinaban.

Durante algún tiempo lograron imponerse los neoclásicos, merced al apoyo del Conde, quien, decidido partidario del teatro francés, puso toda su influencia al servicio de aquellos. Pero la perseverancia de que dio pruebas don Ramón de la Cruz, la energía y el donaire con que respondió a cuantos le zaherían y, sobre todo, el veredicto del público, expresado con aplausos en cada representación de los sainetes, hicieron que la tendencia capitaneada por nuestro autor triunfase en definitiva, salvándose el teatro español, con ello, del riesgo en el que le pusieran los extranjerizantes.

Corresponde a Cruz el mérito de haber creado la zarzuela nacional con su Briseida, estrenada en 1768 y a la que puso música Rodríguez de Hita, maestro de capilla de un convento matritense. Aun cuando el valor literario de la obra no es, realmente, mucho —le supera cualquier sainete de los debidos a la misma pluma—, ofrece el interés de una valiente iniciativa, de un ensayo que produjo resultados notabilísimos. El propio don Ramón compuso después La mesonerilla, zarzuela de costumbres, con arias y seguidillas, muy donosa, de grácil versificación y que, para los críticos, es una delicada muestra de lo que entonces fue denominado «sainete de música».

Cruz no es, como han pretendido algunos, un escritor adocenado y de escasa inventiva, que solo supiera pintar una clase de tipos o desarrollar asuntos de bajos vuelos. Una de las obras que ofrecemos hoy a nuestros lectores, El oficial de marcha, es una finísima y elegante comedia en un acto que, como advirtió certeramente don Carlos Cambronero, es «de un género enteramente distinto de Las castañeras picadas y La venganza del Zurdillo». «No hubo en su siglo —continúa el famoso cronista de Madrid— quien manejara el diálogo con tanta soltura y espontaneidad. Estudiado con detenimiento, bien puede decirse que Bretón de los Herreros consideró como uno de sus modelos al autor de El oficial de marcha: los tipos todos de este sainete son bretonianos».

En La botillería, el ingenio fecundo y ágil del maestro nos presenta un excelente cuadro de costumbres madrileñas en la segunda mitad del siglo XVIII. La pintura de caracteres no pudo ser más afortunada; ni cabe pedir mayores fluidez y naturalidad en el verso.

En cuanto a El convite de Martínez, hemos querido incluirlo en este volumen porque ofrece un interés extraordinario: en este ameno sainete, aparecen las actrices y los actores como tales, es decir, en su ambiente, y con los nombres que en realidad tenían, lo que constituye un documento valiosísimo para el conocimiento de la vida de los comediantes en aquella época.

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~ por rennichi59 en domingo 15 febrero 2009.

Una respuesta to “Don Ramón de la Cruz, «Cuatro sainetes casi desconocidos»”

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