El 21 de septiembre de 1792. La primera República francesa

Reportaje publicado por Luis Hernández Alfonso el 21 de septiembre de 1928 en la Sección «Una información todas las noches» del diario «Heraldo de Madrid». Texto, titulares e ilustraciones proceden de la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional de España.

La trascendencia del movimiento iniciado en Francia en 1789, y que tuvo su primera revelación violenta con la toma de la Bastilla (14 de julio), no radica precisamente en el hecho de que las turbas exteriorizasen a veces trágicamente su justa indignación. Está en el proceso magno de su entraña jurídica, de su raigambre filosófica, del contraste de ideas entre los mismos revolucionarios.

Hasta entonces el pueblo había callado, o sus protestas, reducidas a revueltas fácilmente dominables, no llegaron a conmover el trono. El rey había sido siempre algo semidivino. Lo fue aún para muchos en las primeras épocas revolucionarias. Así se explica el hecho curioso de que hasta 1792 no se proclamara la República y que aún entonces se hiciera de un modo indirecto, como si la palabra asustara a los convencionales que abolieron la monarquía.

Pero pronto el pueblo francés, gracias a la imprudente intervención de los reyes de Austria y Alemania y a las sordas intrigas cortesanas, comprendió que la causa que defendía no era sólo suya, sino de toda la Humanidad. Esta convicción palpita en las vibrantes frases de Isnard, en las severas y sublimes oraciones de Vergniaud, en las diatribas de Robespierre y en los libelos de Marat, culminando en la razonada y serena elocuencia de Danton.

No eran, no, los que luchaban un pueblo contra un trono; eran dos principios jurídicos y sociales: uno, decrépito y desprestigiado; el otro, casi desconocido, joven y prometedor.

Y es por esto por lo que la revolución francesa marca el comienzo de un cambio radical en todas las naciones civilizadas.

LOS COMIENZOS

Los motines populares se sucedían ya en los últimos años del reinado de Luis XV. A la muerte de este monarca, su nieto, Luis XVI, empuñó el cetro en circunstancias muy poco favorables. La corte vivía plácidamente mientras los humildes súbditos padecían toda clase de penalidades. En 1787 hubieron de convocarse los Estados generales (30 de julio). Desde entonces la agitación era continua en París y se publicaron multitud de violentos libelos. En el siguiente año el Parlamento declaró: «La libertad no es un privilegio, es un derecho. Ningún ciudadano puede ser condenado sin antes haber sido oído».

Cada vez la situación se hacía más delicada; hubo motines en Pau, en Grenoble y otras ciudades. En Vizille (Delfinado), a pesar de que tiempo atrás se habían abolido los Estados generales, se reunieron en 1788 unos trescientos diputados, quienes acordaron lanzar un llamamiento aconsejando a otras provincias francesas que no pagasen el impuesto mientras no se convocasen los Estados generales. Y como era necesario allegar recursos al exiguo Tesoro, el ministro de Hacienda, Brienne, cedió de acuerdo con el rey y los Estados se convocaron.

Comenzóse entonces a hablar en Francia de revolución.

En 27 de junio de 1789, el tercer Estado (el Estado llano) hubo de asistir junto con la nobleza y el clero a las sesiones, formándose en consecuencia la Asamblea Nacional.

Maximiliano Robespierre

EL 14 DE JULIO. TOMA DE LA BASTILLA

Disgustado Luis XVI por la constitución de la Asamblea y cediendo a presiones de la corte, despidió a sus ministros «reformadores», entre quienes se encontraba Necker, que había sucedido a Brienne. Al propio tiempo concentraba tropas en Versalles y París. La Asamblea hizo público su disgusto; pero como no disponía de fuerza alguna hubo de limitarse a protestar.

El pueblo parisiense, cada vez más acuciado por las necesidades y las miserias, se alzó en actitud amenazadora. Algunos obreros se sublevaron y las tropas sofocaron la rebelión matando a muchos de ellos. Entonces las turbas tomaron partido por la Asamblea y bajo la dirección principal de Thuriot asaltaron la Bastilla, dando así una prueba concluyente de que la revolución estaba en marcha.

Mientras esto ocurría en París, en las provincias los aldeanos se negaban al pago de los derechos feudales.

DECLARACIÓN DE LOS DERECHOS DEL HOMBRE

En 4 de agosto la Asamblea decreta la abolición de los privilegios feudales y lanza la solemne declaración de los Derechos del Hombre. Pero el pueblo parisiense sentía hambre, desconfiaba de todos, y como si creyese que sus miserias se remediarían con la presencia del rey, acude a Versalles y obliga a Luis XVI a presentarse en la capital (6 de octubre de 1789). Desde entonces el monarca estuvo siempre vigilado de cerca por el pueblo. Coaccionado, sin ánimos para hacer frente a la situación, falsa y gravísima, Luis «Capeto» prometió su apoyo y proclamó su adhesión a los principios revolucionarios (4 de febrero de 1790) y hubo de sancionar, bien a pesar suyo, decretos que, como el de la abolición de la nobleza hereditaria, habían de traer por resultado la desbandada de la mayoría de sus defensores, que huyeron a sitios para ellos menos hostiles.

EL FRACASO DE VARENNES

Como su situación era insostenible, instigado, según parece, por María Antonieta, Luis XVI intentó abandonar Francia en compañía de su familia, con tan mala fortuna que, descubierto en Varennes (noche del 20 al 21 de junio de 1791), fue detenido y vuelto a París, donde la Asamblea le declaró suspendido en sus funciones, asumiendo ella el Poder. Sin embargo, pocos pugnaban por proclamar la República. El mismo Robespierre, uno de los más conspicuos jacobinos, afirmaba en su discurso del 13 de julio que «ni era monárquico ni republicano».

Lo evidente para el pueblo era que Luis «Capeto» esperaba su salvación de los prusianos y los austríacos, y que se unía a ellos contra Francia, optando así entre su pueblo y su corona.

EL PACTO DE PILLNITZ

Como la revolución francesa, al minar el trono galo amenzaba con hacer vacilar a tantos otros, algunos monarcas europeos se creyeron en el caso de intentar el exterminio de la nueva ideología. En un principio limitáronse a tolerar que los emigrados se estacionasen en las fronteras, armados y prevenidos para intentar la vuelta al régimen caído para siempre. Después, ante el camino emprendido por la revolución, ayudaron sin disimulo a los realistas. Prusia y Austria, enemigos hasta entonces, pactaron en Pillnitz en 27 de agosto de 1791 para comenzar su ofensiva contra Francia, aunque de momento no le declararon la guerra.

Los franceses comprendieron lo que esto significaba, y algunos de los jefes revolucionarios, conscientes de que en aquellos momentos representaban una potencia mundial hasta entonces desconocida o menospreciada, contestaron altivamente y con harto derecho a las provocaciones. Por eso Isnard en 29 de noviembre dijo aquellas célebres palabras a la Asamblea: «Digamos a Europa que si los Gobiernos comprometen a los reyes en una guerra contra los pueblos, nosotros comprometeremos a los pueblos en una guerra contra los reyes».

Pero en esto no todos los revolucionarios estaban de acuerdo, por cuanto los girondinos estimaban necesaria la guerra inmediata contra los extranjeros y la consideraron como norte de su primordial actividad, mientras que los jacobinos, más atentos a los enemigos de dentro, deseaban estabilizar la situación en Francia para evitar un fracaso. «La más extravagante idea que puede nacer en la mente de un político —decía Robespierre en los Jacobinos el 2 de enero de 1792— es creer que le basta a un pueblo entrar a mano armada en otro país para hacerle adoptar sus leyes y su constitución».

Pronto habían de demostrar los acontecimientos que la guerra era necesaria, puesto que no era ofensiva, sino de defensa contra imposiciones intolerables y que ningún pueblo acepta ni consiente. Los revolucionarios se deiron cuenta de ello y todos, pero especialmente los girondinos, se apresuraron a armar a las turbas de París para mandarlas a la frontera.

LA GUERRA

El imprudente ultimátum enviado a Francia por Francisco II, emperador de Austria, y donde le exigía, bajo amenazas de destrucción, la vuelta al primitivo régimen, indignó a la Asamblea, al Ministerio y al pueblo. Era inaudito que una nación extranjera tratase de imponerles un sistema de gobierno. Como sigue siendo intolerable hoy: véase el caso de los Estados Unidos en Nicaragua, vulnerando todo derecho y excitando nuestra indignación.

La guerra fue declarada por acuerdo de 29 de abril de 1792. La revolución empezaba el camino que había de conducirla al éxito definitivo.

Pero mientras el pueblo quería la guerra sintiéndose herido en sus ideales, Luis XVI esperaba de ella la derrota del pueblo y, como consecuencia, la vuelta al omnímodo poder real. ¡Vano empeño el de desvanecer mediante un hecho de armas la obra niveladora y justiciera de los siglos!

Luis XVI

LOS DESÓRDENES

En 20 de junio, las turbas, sospechando cuanto dentro del palacio se maquinaba, asaltan las Tullerías. El respeto que aún muchos conservaban hacia el rey sufrió con esto un rudo golpe, que preparó los ánimos para lo que después había de ocurrir. Aquel día se obligó a Luis a que se pusiera el gorro del pueblo (frigio) y bebiese vino a la salud de París. Esto era el «principio del fin». El rey había dejado de ser respetable para sus súbditos, y éstos, con una lógica que hoy no nos explicaríamos, intentaban a toda costa hacerle renunciar a sus «derechos» sin atreverse a negárselos. Es decir, que para el pueblo el «rey era rey», y sólo dejaría de serlo por su propia voluntad. Poco duró esta inexplicable creencia.

Fue entonces cuando los reyes de Austria y Prusia, más los jefes de pequeños Estados alemanes, hicieron que el duque de Brunswick, generalísimo de los ejércitos aliados, firmase su célebre manifiesto, redactado, según todas las probabilidades, por emigrados franceses, y cuyo origen fue indudablemente el propio palacio de las Tullerías, donde se conspiraba en favor de los extranjeros y en contra de los revolucionarios. Aquel documento, fechado en Coblenza en 25 de julio y conocido en París dos días después (extraña celeridad para aquella época), era de una torpeza y de una osadía sin límites. En él se amenazaba con fusilar a los guardias nacionales, con destruir París y otras calamidades si se causaban «molestias» al rey. Toda aldea que se opusiera a tales designios sería incendiada.

El efecto del manifiesto fue fulminante; con aquella provocación se ponía en claro que Luis XVI, colocado entre el pueblo y su corona, optaba por ir contra aquél con tal de conservar ésta. La indignación popular estalló seguidamente. Éstos son los primeros pasos para la República. Los jacobinos concentraron ya su actividad con un objeto: derribar al rey. Comenzó, pues, una lucha a muerte.

EL 10 DE AGOSTO DE 1792

En 3 de agosto, las secciones (París se dividía en 48 secciones desde 1790 en lugar de los 60 primitivos distritos) obligaron al alcalde, Petion, a que pidiese en su nombre a la Asamblea que Luis «Capeto» fuese depuesto. Aquélla se negó. Desde tal negativa, la masa se preparó contra el palacio y las Tullerías contra la masa.

Entonces fue cuando los girondinos y los jacobinos (que comenzaron juntos frente a la Montaña) se atacaron ya abiertamente. Esta división trajo más tarde (octubre del mismo año) la expulsión de los girondinos del seno de los jacobinos, donde ya eran grupo aparte, y, desde entonces, fueron sinónimos los términos «jacobino» y «montañés».

El choque entre el pueblo y la corte tuvo lugar el 10 de agosto. Los reyes pudieron entonces huir, puesto que la desorganización de sus enemigos hubiera impedido toda persecución eficaz. Pero confiaron en vencer y, desgraciadamente para ellos, se quedaron. La lucha fue terrible. Michelet afirma que entre los combates del asalto y los que se desarrollaron en las calles cercanas a las Tullerías hubo más de mil quinientas víctimas. Los guardias suizos defendieron el palacio con heroicidad sin ejemplo y todos sucumbieron en su puesto, según testimonio de muchos asaltantes.

Derrotada la corte, el rey se refugió en la Asamblea, quien lo encerró en el Templo. Luis XVI, virtualmente, había dejado de ser rey.

Jorge Jacobo Danton

LAS JORNADAS TRÁGICAS

Durante los primeros días de septiembre, las turbas, exasperadas por los sucesos que hemos relatado, dedicáronse a una general matanza de prisioneros indefensos, hechos abominables que constituyen un borrón sangriento en la historia del movimiento glorioso que dio al mundo las normas de libertad política y de ciudadanía. No estará de más agregar aquí, haciendo un paréntesis en la narración, que al lado de los excesos cometidos por los revolucionarios franceses, los pretendidos horrores de la revolución rusa, tan exagerados por nuestros más conspicuos republicanos, son pequeños e inevitables hechos aislados que no admiten de modo alguno comparación con aquella tragedia.

TOMA DE VERDÚN Y VICTORIA DE VALMY

Entretanto, las tropas francesas, derrotadas por los ejércitos unidos de Austria-Hungría y Alemania, bajo las órdenes de Brunswick, abandonan a Verdún. Poco después Dumouriez es nuevamente vencido en el Argona y ha de retirarse precipitadamente viendo casi dispersadas sus divisiones. El sentimiento patriótico de los revolucionarios reacciona de una manera formidable.

A toda prisa se reorganiza el ejército, y en 20 de septiembre, en las cercanías del molino de Valmy, ante su decidida bravura, los aliados se ven obligados a replegarse desordenadamente. La revolución se había salvado.

PROCLAMACIÓN «INDIRECTA» DE LA REPÚBLICA. 21, 22 DE SEPTIEMBRE DE 1782

No faltan autores que afirman que la Convención Nacional, que comenzó sus sesiones el 21 de septiembre, procedió en la forma en que lo hizo bajo la impresión del triunfo obtenido en Valmy. Pero esto es totalmente inexacto, puesto que aún no había llegado a París la noticia de la victoria. La Convención tenía como principales directores a tres hombres cuyo recuerdo vive unido en la Historia, aunque diferían entre sí notablemente: Maximiliano Robespierre, orador de formidable cultura clásica, hipocondríaco y atrabiliario con ribetes de loco; Pablo Marat, extremista, sanguinario y en ocasiones repulsivo; Jorge Jacobo Danton, orador razonado, patriota de buena fe, enérgico pero justo, riguroso pero noble y que en todo momento intentó mantener unidos a los diversos sectores revolucionarios, sin conseguirlo nunca.

La Convención constaba de setecientos cuarenta y nueve miembros, muchos de ellos pertenecientes a la Asamblea anterior, y entre los que se contaban, aparte de los indicados, Thuriot (vencedor de la Bastilla); Manuel (procurador de la Comuna); Petion (alcalde de París); los girondinos Brissot, Vergniaud (formidable orador, alma de la primera fase revolucionaria); Condorcet (célebre filósofo y matemático); Camus y Rabaut Saint-Etienne (constitucionales); Kersaint, Lanjuinais, Lasource y Bauzot (representantes del grupo de la derecha); Saint-Just (el mejor y más fiel amigo de Robespierre, con el que murió en la guillotina); Panis, Collot d’Herbois (al que hicieron célebre sus excesos demagógicos); Billaud-Varenne (amigo de Robespierre, que escapó milagrosamente del cadalso), y otros muchos conocidos por diversos conceptos, como Grégoire, Merfin, Prieur, Cambon, etcétera.

La Asamblea anterior cedió sus poderes a la nueva por medio del postrer presidente de aquélla, François de Neufchateau. Se aclamó a Petion como presidente y se designaron como secretarios a Condorcet, Lasource, Rabaut, Brissot, Camus y Vergniaud, en su mayoría girondinos.

La nueva Asamblea era casi totalmente republicana; acaso no llegaran a treinta los no partidarios de la abolición de la monarquía. Pero los girondinos parecían no tener prisa en decidirse en este punto.

Collot d’Herbois fue quien lanzó la idea de tal abolición. Opusiéronse tan sólo dos diputados, Quinette y Barreve, siendo lo notable que ambos eran republicanos. «No puede decidirse —dijeron— en asunto de tal gravedad sin conocer cuál es la voluntad del pueblo». En análogos términos se expresó más tarde Bazire. Estas palabras vienen a corroborar lo que al principio dijimos, es decir, que se conservaba aún cierto respeto al trono.

Pero he aquí que Grégoire, desconocido y oscuro hasta entonces, replicó en tono enérgico y decidido que sobradamente se había exteriorizado la voluntad popular en los últimos sucesos y que si los representantes no decidían seguidamente no cumplirían la misión que se les había confiado. Estas frases, de lógica incontrovertible, pronunciadas por un sacerdote de aldea, eran como una lección a los que presumían ser los más avanzados. Las razones de Grégoire causaron gran sensación, y tanto los representantes como el público prorrumpieron en aclamaciones.

Simplemente se abolió la monarquía… sin que expresamente se proclamara la República. Por eso dice bien el historiador A. Métin cuando escribe:

«El día 21 de septiembre la Convención declaró la monarquía abolida en Francia. El 22 resolvió que los documentos se fechasen en el año I de la República… Ésta fue, por tanto, establecida de una manera indirecta».

Pero muchos representantes tenían motivos para no contentarse con deponer a Luis «Capeto»: por eso les interesaba «abolir el régimen»; se suponía con intenciones de ceñir la corona a Luis Felipe de Orleans (duque de Orleans que durante la revolución adoptó el nombre de «Felipe Igualdad» y votó la muerte de Luis XVI sin sospechar que poco después habría también él de morir en la guillotina). La conducta de este noble, poco clara, daba lugar a semejantes temores.

En la sesión memorable del 21 aún dominaba a los convencionales la preocupación de si obraban «demasiado deprisa»; ¡y sólo se trataba de abolir la monarquía! Además, los girondinos temían que los de «la Montaña» intentaran provocar la anarquía para, a favor de la general desorientación. erigirse en dictadores. A esta sospecha dieron lugar las vehemencias estridentes de Marat.

Al abolirse definitivamente el régimen sólo una voz se atrevió a alzarse en medio de las aclamaciones para advertir: «Sería de un efecto deplorable que la Asamblea obrase a impulsos de un entusiasmo momentáneo». Fue el citado Bazire quien habló así. Esto no debe extrañarse, por cuanto el mismo Robespierre escribía meses antes (17 de mayo): «Tendremos el valor de defender la Constitución, aun a riesgo de ser calificados de realistas y republicanos, tribunos del pueblo y miembros del Comité austríaco».

Las circunstancias variaron tan rápidamente, que el propio Robespierre, al contestar a Louvet, exclamaba (3 de noviembre de 1792): «¡Yo soy republicano!».

Al lado de las mayores estridencias de orden político se oían frases como la del girondino Lasource: «La propiedad es intangible porque es anterior a toda ley». Como resumen de unas y otras manifestaciones, la Convención acordó declarar: 1.º No puede haber Constitución si no es aceptada por el pueblo. 2.º La seguridad de las personas y de las propiedades debe ponerse bajo la salvaguardia de la nación. 3.º La monarquía queda abolida. Y es lo notable que, como dice Michelet, «en la Convención no hubo un solo traidor. La República no tuvo un solo enemigo en ella».

CONCLUSIÓN

La brevísima reseña que antecede no será acaso suficiente para abarcar de una ojeada el glorioso movimiento al que se debe la emancipación política de los pueblos. Harto difícil es conseguir reunir en tan reducido espacio acontecimientos tan importantes y trascendentales. Séanos permitido, para terminar, expresar nuestra creencia de que la revolución rusa ha venido a completar la obra política de la revolución francesa, dándole el indispensable complemento económico, requisito imprescindible para la eficacia de la libertad. Y al poner punto final a estas líneas expresemos nuestro deseo de que inviten a todos a meditar sobre la marcha ininterrumpida de la Humanidad por el camino luminoso del Progreso, haciendo ver a los indiferentes que la ley de esta marcha es superior a todas las voluntades y a todas las violencias. Los hombres pasan; las ideas quedan.

Luis HERNÁNDEZ ALFONSO

~ por rennichi59 en sábado 11 diciembre 2010.

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