Ensayo de una explicación del Universo

El presente opúsculo de Luis Hernández Rico fue publicado en 1898 en Valencia por la Librería de Pascual Aguilar (Caballeros, 1) e impreso en el establecimiento tipográfico de F. Vives Mora (Hernán Cortés, 6). Hemos seguido escrupulosamente el texto original existente en la Biblioteca Nacional de Madrid (signatura VC/2710/18). Tan sólo nos hemos permitido adaptar acentuación, puntuación y grafía a la normativa y al estilo actualmente vigentes. Las cursivas son originales. En cuanto a las notas, puestas por el autor a pie de cada página y numeradas igualmente por páginas, optamos lógicamente, en este nuevo soporte, por una numeración correlativa a lo largo de toda la obra, poniendo entre [corchetes] el texto de nuestras nuevas notas y adiciones a las originales.

Debemos a la amabilidad de la profesora de la Universidad de Valencia María del Carmen Agulló Díaz la localización de otro ejemplar de este opúsculo de Hernández Rico en la Biblioteca Histórica de la Universidad de Valencia (signatura BH F-G/23 4). Vaya a ella, en justa correspondencia, toda nuestra gratitud.

Pablo Herrero Hernández

Cabecera Ensayo Explicación Universo

I

En mi folleto Dios y materia afirmé, como resultado de mi investigación sobre la naturaleza y el origen del Universo, la coexistencia eterna de aquellas dos diversas substancias, Formador y elemento constitutivo, respectivamente, de las cosas cósmicas.

Reducido allí mi propósito a dejar sentado este principio biontista, frente, por una parte, a los monismos materialista y panteístico y al cuasi-monismo deísta, y por otra, a los poliontismos atomístico, monadológico, etc., me limité a aducir los principales argumentos metafísicos y datos de experiencia científica en pro de aquella base de mi doctrina, sin detenerme en la explanación de ésta.

Hoy es cuando intento explanarla en este Ensayo de explicación cósmica, para cuya concepción he seguido el mismo criterio que adopté en aquel otro estudio y que expuse al comienzo del folleto aludido.

Doy, pues, aquí por reproducida la advertencia que allí hice sobre el particular, así como la protesta con que terminé el mismo trabajo, relativa al deseo que me anima en estas tareas filosóficas.

II

1.— Y empiezo la de ahora, examinando el Universo en su elemento substancial, constituido por la Materia.

Efectivamente, ésta, por cuanto está debajo (substat) de los accidentes de aquél, sirviéndoles de base, es su substancia en la acepción etimológica de tal nombre. El cual también le corresponde en el sentido filosófico determinado por la circunstancia de existir en sí, ya que aquella esencia es el único elemento cósmico cuya existencia no se basa en la de otro ser, aun suponiendo que a otro fuera debida y de él dependiese; hipótesis que no pugnaría con el reconocimiento de la substancialidad, pues la creación y contingencia de una cosa no implican la necesidad de que ésta exista apoyándose en la otra. Y en último término, si se exige, con Descartes, Spinoza y Cousin (1), como condición de lo substancial, el existir por sí además de en sí, también habrá que considerar a la Materia como substancia del Universo, porque es lo que en éste es eterno, y dicho se está que lo que existió siempre y siempre existirá, por su propia virtud existe: la eternidad implica la absolutividad.

2.— Ignoro en qué consiste la esencia aludida. Cuando trato de analizarla siento que desaparece de entre mis manos, como le ocurría a Fenelón, y me inclino a llamarla, con San Agustín, prope nihil (2).

Lange (3) la califica de «lo incognoscible por excelencia», y la verdad es que si alguien la ha conocido, nadie la ha dado a conocer satisfactoriamente.

Los cartesianos, por ejemplo, hacen de la extensión el constitutivo esencial de la materia, confundiendo lastimosamente con éste una condición necesaria de todos los seres, como luego veremos. Y si por extensión entienden dichos pensadores las figuras corpóreas, cuya naturaleza explicaré más adelante, toman no menos arbitrariamente por esencia material lo que sólo es una clase de sus formas.

Tampoco se descifra el enigma haciendo consistir, con los panenteístas, la substancia cósmica en el ser. Porque veamos qué significa esta palabra:

Considerada como verbo, tiene dos acepciones que Balmes llama sustantiva y copulativa: en la primera equivale a existir, en la segunda expresa la relación de un sujeto con su predicado (4), y en ambas se limita a indicar hechos; verbi gracia: el sol es o existe; el sol es luminoso o tiene luz. El infinitivo de dicho verbo, pasando por lo que el Dr. Arnau califica de transformación nominal (5), conviértese en un apelativo que designa la propiedad común de todo lo que existe —el ente abstracto o universal de los escolásticos—; pero esta noción, según el abate Rosmini, «es simplemente un principio lógico, una regla directriz de nuestro espíritu, una idea, una esencia mental, y no un ser real y subsistente», pues «por lo mismo que es común a todos los seres subsistentes, no es ni puede ser alguno de ellos» (6); o, como observa el mismo Balmes, es «indeterminado hasta el punto de que por sí sola no nos daría idea de un ser real y posible», porque en todo éste «no sólo concebimos que es, sino que es alguna cosa» (7). Y bien, ¿qué es la cosa que constituye la Materia, distinguiéndola de cualquier otro ser? He aquí precisamente el misterio.

El cual no se descubre sustituyendo la Materia por otra entidad, como se ha intentado.

¿Acaso conocemos mejor que el contenido de aquélla el de las mónadas de Leibnitz, o de los entes simples e inextensos de Boscowich (8), etc.? ¿Sabemos tampoco qué tiene de substancial esa fuerza, por cuyo «concepto dinámico y sucesivo» marchan las ciencias naturales, según D. Antonio Zozaya, «todas de consuno y paralelamente a sustituir el concepto estático y geométrico de la materia, tradicionalmente aceptado?» (9).

Es, pues, inútil suponer en vez de ésta otras cosas, cuya existencia, después de todo, no cabe admitir.

Cualquiera que sea la naturaleza íntima que atribuyamos al Universo, opino con Du-Bois Reymond, en cuanto al conocimiento de la misma, que «preciso es de una vez para siempre resignarnos a este veredicto: ignorabimus» (10).

3.— Pero esta ignorancia del constitutivo esencial de la Materia no nos impide conocer ciertas propiedades del mismo; que son, a mi juicio, las que voy a exponer:

A.) En primer lugar, dos que considero comunes a todos los seres. Helas aquí:

EXTENSIÓN.— No es substancia alguna, en lo cual la convierte el cartesianismo al constituirla en esencia corpórea; ni una modalidad, real o aparente, del supuesto ser único, cual la consideran los panteístas; ni esa resultante formal, objetiva o subjetiva, que se la define generalmente con fórmulas como éstas: «contigüidad de partes», «situación de éstas fuera o al lado unas de otras», «continuidad de la coexistencia», etc.

La extensión es, en mi concepto, otra cosa que «se percibe y siente con claridad, pero no se define y explica fácilmente con palabras», según observa el Cardenal González y por la causa que el mismo indica, a saber: porque la noción de ella «es simple y primitiva» (11).

Para explicar de alguna manera lo que entiendo por dicha propiedad, necesito suponer aquel vacío que también suponía Aristóteles para concebir la posibilidad de los movimientos corpóreos (12). Aquello que haría que en esa cavidad ocupara un lugar el ser, constituye lo que denomino su extensión.

Así entendida ésta, la considero, como Kant al espacio, condición subjetiva de toda existencia, sin excepción alguna, pues al ocuparme en los fenómenos intelectuales demostraré que no concebimos cosas inextensas; y no existiendo ni pudiendo existir para nosotros lo que es para nosotros inconcebible, atribuyo dicha extensión, como propiedad objetiva, a todos los seres cuya existencia nos es dado reconocer.

Esta verdad —que podrá ser discutida, con pretextos que parezcan razones, en cuanto a lo inmaterial— se impone desde luego como indiscutible respecto a la Materia. Sin embargo, ni aun en este orden ha sido unánimemente aceptada.

Balmes, por ejemplo, dice que «como no conocemos la esencia del cuerpo, no sabemos si puede existir un cuerpo sin extensión» (13).

Pero él mismo declara en otro lugar que «no alcanza a concebir lo que es un cuerpo inextenso». Y no lo concibe, porque «todas las nociones que tenemos de los cuerpos nos vienen por los sentidos; faltando la extensión, faltan todas las demás sensaciones, pues sin ella no hay tacto, ni color, ni sonido, ni olor; resulta, pues, o un objeto reducido a una cosa de que no tenemos ninguna idea, o sólo nos quedará una noción abstracta por la cual no podremos dintinguirle de los otros: una pura abstracción, nada más».

Continúa exponiendo una larga serie de atinadas consideraciones para demostrar que la extensión es inseparable de la idea de cuerpo, y concluye así: «Esta inseparabilidad es tan cierta, que los teólogos, al explicar el augusto misterio de la Eucaristía, han distinguido en la extensión del cuerpo la relación de las partes entre sí, y la relación con el lugar: in ordine ad se, et in ordine ad locum; diciendo que el sagrado cuerpo de Nuestro Señor Jesucristo está en aquel augusto Sacramento con la extensión in ordine ad se, aunque carezca de la extensión in ordine ad locum. Esto prueba que los teólogos han visto no ser posible al hombre perder toda idea de extensión, sin perder al mismo tiempo toda idea de cuerpo» (14).

Y pregunto yo ahora: ¿pues qué sería ese cuerpo inextenso, cuya posibilidad admite el sabio pensador español?

Pero hay más: veamos lo que ocurriría, según el mismo, si hiciéramos desaparecer del mundo la extensión.

«A esta prueba el universo no resiste: las moles de los astros desaparecen, la tierra se anonada bajo nuestras plantas; las distancias dejan de existir; el movimiento es un absurdo; nuestro propio cuerpo se desvanece; el universo entero se hunde en la nada, o si continuara siendo algo, es cosa del todo diferente de lo que ahora nos figuramos» (15).

Siendo así —y así es en efecto—, me parece imposible concebir, no ya lo que por Materia equivocadamente entienden los espiritualistas, sino la única y verdadera substancia cósmica, sin atribuirle como propiedad esencial la extensión.

IMPENETRABILIDAD.—Consecuencia inmediata de aquélla, consiste en la imposibilidad que veía Hobbes de que coexistan en un mismo lugar dos o más cosas, por muy sutiles que se las suponga (16).

Esta propiedad excluye la pretendida existencia de esos entes espirituales que, según la paradoja de Santo Tomás, «contienen en sí las cosas en que están» (17).

Por ingeniosos que parezcan éste y otros juegos de palabras —con los cuales se intenta justificar la invención de un Dios que lo llena todo sin estar en parte alguna, y de almas que residen en todos y cada uno de los miembros de sus respectivos organismos, sin que sufran el menor detrimento con la mutilación de éstos— no logran ocultar la palmaria contradicción que envuelven.

A pesar de esto, ciertos filósofos admiten no solamente la penetrabilidad de los espíritus, sino la posible penetración de los cuerpos.

Tal posibilidad es defendida por Balmes con argumentos que pueden sintetizarse en éste:

«Ya hemos visto que la idea de lugar como espacio puro, es una abstracción; luego es una suposición enteramente imaginaria aquella en que a cada cuerpo le damos cierta extensión para llenar un cierto espacio, de tal manera que no pueda menos de llenarle, y no le sea dable a un mismo tiempo admitir otro en un mismo lugar. La situación de los cuerpos en general, es el conjunto de sus relaciones; la extensión particular de cada cuerpo, no es más que un conjunto de las relaciones de sus partes entre sí, hasta llegar o a puntos inextensos, o de una pequeñez infinita, a la cual podemos aproximarnos por una división infinita» (18).

Como se ve, Balmes se apoya en un concepto de la extensión que es deficientísimo, por cuanto no explica la de esas mismas partes, que, para constituir la del compuesto, han de principiar por tenerla ellas; y es además erróneo, porque admite, al menos en hipótesis, la contradicción de que lo extenso esté constituido por cosas inextensas.

Ya he dicho en qué consiste la propiedad que nos ocupa, la cual, entendida como yo la entiendo, hace imposible toda penetración, pues de cualquier modo que considerásemos relacionadas aquellas partes, habríamos de suponerlas llenando esos respectivos lugares, que serán todo lo imaginarios que se quiera, pero cuya suposición es indispensable para dar a conocer la extensión verdadera.

Mas es el caso, que hasta con el concepto que de ella tiene Balmes resulta incompatible la penetrabilidad; de tal modo, que para defender ésta necesita contradecir aquél.

En efecto; dicho pensador, analizando los elementos constitutivos de la extensión, designa en primer término la multiplicidad. «Pero ésta —añade— no constituye la extensión, porque puede existir la primera sin la segunda». La multiplicidad de sonidos no forma la extensión, la multiplicidad de sabores ni de olores tampoco; nosotros concebimos multiplicidad de seres de diferentes órdenes, así en el mundo material, como en el moral y en el intelectual, sin que se envuelva en esa multiplicidad la idea de extensión. Aun limitándonos al orden puramente matemático, encontramos multiplicidad sin extensión en las cantidades aritméticas y algebraicas. Luego la multiplicidad, si bien es necesaria para constituir la extensión, no basta ella sola para constituirla.

Reflexionando sobre la especie de multiplicidad requerida para formar la extensión, notaremos que ha de andar acompañada de la continuidad. Las sensaciones así de vista como de tacto, envuelven la continuidad; pues ni me es posible ver ni tocar, sin que reciba la impresión de objetos continuos, inmediatos los unos a los otros, coexistentes en su duración y que a un mismo tiempo se me ofrecen como continuados unos con otros en el espacio. Sin esta continuidad, la multiplicidad no constituye la extensión. Así, por ejemplo, si tomo cuatro o más puntos en el papel en que escribo, y por una abstracción los considero indivisibles, esa multiplicidad no me constituye la extensión: necesito unirlo[s] por medio de líneas, cuando menos imaginarias; y a falta de continuidad del cuerpo en que los suponía situados, me será preciso valerme de la continuidad del espacio: es decir, mirar este espacio como un conjunto de puntos, cuya continuación enlaza los primeros. Por más esfuerzos que haga no me será posible considerar como extensión un conjunto de puntos indivisibles no continuos, ni unidos por líneas: aquel conjunto será para mí como si fuera de otros seres, que nada tuviesen que ver con la extensión. Y es digno de notarse, que si les doy un lugar determinado en el espacio, es también enlazándolos por medio de líneas imaginarias con otros puntos; pues no de otra manera puedo concebir distancias, ni situación en el espacio. Que si de todo esto quisiese prescindir, entonces o paso a la nada intelectual, es decir, aniquilo toda idea del objeto, o me traslado a otro orden de seres que ninguna relación tengan ni con la extensión ni con el espacio. Habré dejado la materia y las sensaciones, y me habré remontado a la región de los espíritus» (19).

«Ya hemos visto —repite en otro lugar— que para constituir la extensión no basta la multiplicidad. Ésta entra en la idea de número, y sin embargo el número no nos representa una cosa extensa. Concebimos también un conjunto de actos, de facultades, de actividades, de substancias, de seres de varias clases, sin que concibamos extensión; no obstante de que en dichos conceptos entra la multiplicidad.=Luego la continuidad es necesaria para completar la idea de extensión» (20).

Pues bien, cuando defiende como posible la penetración de los cuerpos, dice que «la continuidad representada en la impresión sensible, no es esencial a las cosas extensas; porque no es más que el resultado de un conjunto de relaciones, inseparables en el orden actual de la sensibilidad, mas no absolutamente necesarias en el orden de la realidad» (21).

Armonizar esta afirmación con las anteriores, me parece menos difícil, con parecérmelo tanto, que concebir un compuesto extenso sin que estén contiguas sus partes. Por la mía no lo concibo; ni probablemente lo concebiría el mismo Balmes, sólo que, a fuer de buen católico, necesitaba remover el obstáculo de esa contigüidad, aun contradiciéndose de la manera como se contradice, para hacer posible una compenetración de cuerpos que permitiera defender racionalmente el misterio dogmático de la Eucaristía.

Según el Cardenal González, «aunque todo cuerpo actual y realmente extenso, es naturalmente impenetrable, porque en fuerza y por razón de su extensión exige y ocupa un lugar correspondiente a sus dimensiones, esto no quita que pueda impedirse por la virtud infinita de Dios, la resultancia actual de este efecto, o sea la ocupación actual de su propio lugar por otro cuerpo, en atención a que la impenetrabilidad no constituye la esencia misma de la extensión, sino que es como un efecto o manifestación secundaria de la misma» (22).

También se contradicen las afirmaciones contenidas en este párrafo, resaltando más la contradicción si se atiende a que dicho autor hace consistir la esencia de la extensión en «la distribución en partes distintas y puestas unas fuera de otras» (23). De manera que, esa posición u ocupación de lugar es verdaderamente esencial a la propiedad de que se trata; y siendo así, debemos negar que dependa de la omnipotencia divina suspender o separar de aquélla la impenetrabilidad, ya que, según afirma el mismo P. González, «en toda filosofía racional, Dios no puede hacer que una cosa exista sin su esencia, porque esto implica contradicción» (24).

B.) Atribuyo, en segundo término, al constitutivo esencial de la Materia, estas propiedades que son inherentes a la esencia:

SIMPLICIDAD.— Que está constituida por las dos siguientes:

Homogeneidad.— Considerada por Aristóteles como «la indivisibilidad de un objeto bajo la relación cualitativa» (25) y reconocida por Balmes, con el nombre de unidad real, «cuando en la cosa no sólo no se percibe la distinción, sino que no la hay» (26), se implica necesariamente en el mismo concepto general de esencia; porque siendo ésta lo que constituye a cada ser en lo que es y le diferencia radicalmente de los demás, suponer en ella múltiples partes heterogéneas, equivaldría a sustituirla por otros tantos elementos intrínsecamente constitutivos y diferenciales de seres. De manera que, la noción de cualquier esencia desaparece tan luego se le aplica la idea de heterogeneidad.

Esto sucede respecto a la Materia, a la que privan de su naturaleza peculiar los que no le reconocen la homogeneidad.

Ejemplo de ello ofrece Clarke, para quien «la materia no es una sola substancia, sino un compuesto… cuyas partes son substancias distintas, desunidas e independientes las unas de las otras» (27), lo cual equivale a negar que haya cosa alguna peculiarmente material; siendo esta palabra, en tal caso, un calificativo que arbitrariamente se aplica al mundo de los cuerpos, verdaderas colonias de entes, según dicha teoría.

Sin llegar a la separación de los componentes, Balmes también cree que «la materia, opínese como se quiera sobre su propiedad constitutiva, es por necesidad un ser compuesto: una materia sin partes, no es materia». Y añade: «Un ser compuesto, aunque pueda decirse uno, en cuanto sus partes tienen entre sí unión y conspiran a un mismo fin, es siempre un conjunto de muchos seres; pues que las partes, por estar unidas, no dejan de ser distintas» (28).

Así lo entienden generalmente los espiritualistas, llegando el Dr. D. Pedro María López a considerar a la Materia, en sí misma, como lo «compuesto de partes numéricamente distintas y separables» (29).

Nace este error, en mi concepto, de atribuir a la esencia aquélla los caracteres que percibimos en sus formas, las cuales examinaré luego.

Es extraño que incurran en esta confusión, ciertos filósofos que en otras ocasiones tienen mucho cuidado de evitarla; como le ocurre a Balmes, quien dedica un capítulo de su Filosofía fundamental (el XXVIII del lib. 3º) a demostrar la contingencia de las actuales relaciones de los cuerpos, y para que no se atribuyan a la naturaleza íntima de éstos aquéllas, aduce, entre otros, los siguientes razonamientos:

«Si se admite, como no se puede menos, una correspondencia entre lo subjetivo y lo objetivo, o entre la apariencia y la realidad, no es dable negar que las relaciones de los cuerpos son constantes; esta constancia dimana de alguna necesidad. Pero el que el orden actual se halle sujeto a leyes fijas, no prueba que éstas radiquen en la esencia de las cosas, de tal manera que, supuesta la existencia de los objetos, sus relaciones no hubiesen podido ser muy diferentes de lo que son en la actualidad».

«Para afirmar que el orden actual del universo es intrínsecamente necesario, sería preciso conocer su misma esencia, y nosotros no podemos alcanzar a tanto, a causa de que los objetos no están presentes a nuestro entendimiento sino mediatamente, y bajo un aspecto, cual es, el que los pone en relación con nuestras facultades sensitivas».

«El aspecto bajo el cual se presenta un ser, no es necesario que contenga toda su naturaleza: decir que en los cuerpos no hay más que no que nosotros sentimos, es erigir nuestras facultades en regla de las cosas en sí mismas».

«…En todo lo perteneciente a las relaciones de los cuerpos, debemos abstenernos de juzgar bajo el punto de vista absoluto, y limitarnos al condicional. Podemos decir: «esto sucede ahora; esto ha de suceder según el orden actual establecido»; pero no podemos decir: «esto sucede, y esto ha de suceder por necesidad absoluta». El tránsito de la 1ª proposición a la 2ª, supone el conocimiento de que el aspecto bajo el cual se nos presenta el mundo externo, es la imagen de su esencia, conocimiento que ningún hombre puede tener».

«La diversidad de aspectos bajo los cuales se ofrece a nuestros sentidos el mundo externo, es una advertencia de que no debemos confundir lo que en él hay de absoluto con lo que tiene de relativo».

Con todas estas consideraciones y algunas otras más, pretende convencer Balmes de que la situación de los cuerpos en el lugar, si necesaria condicionalmente, por cuanto Dios la ha establecido, no lo es esencialmente, porque Éste ha podido no establecerla y puede aún en la actualidad alterarla sin variar la esencia de las cosas. «Es verdad —dice en otro párrafo del mismo capítulo— que lo que nos afecta tiene extensión, y que ésta es la base de las relaciones de nuestra sensibilidad con el mundo externo; pero de aquí inferir que este mundo, considerado en su esencia, no es más que lo que se nos presenta en las dimensiones, es como si se tomasen por la esencia de un hombre los lineamentos que constituyen su figura».

Pues bien: quien tanto y tanto insiste en negar que pertenezcan necesariamente a la naturaleza íntima de los cuerpos las propiedades sensibles de éstos, por muy constantes que se nos presenten, no vacila en atribuir a la primera la pluralidad de partes que observamos en los segundos, sin fundarse para ello en más razón que en esa misma experiencia.

Veamos cómo se expresa respecto a este punto en las siguientes líneas también del citado capítulo: «Si ignoramos la esencia de los cuerpos, nada podemos resolver sobre lo que es intrínsecamente necesario en ellos; exceptuando la composición, que se nos manifiesta, aun en el orden sensible, y de que no podemos despejarlos sin incurrir en contradicción. Simplicidad y composición, envuelven ser y no ser; lo que en un mismo objeto, es incompatible».

Pero ¿resulta menos contradictorio suponer en un mismo objeto extensión y penetrabilidad? Y si, para armonizar estos dos términos antitéticos, se distingue entre la esencia substancial y la forma de los cuerpos, atribuyendo a ésta el primero y a aquélla la posibilidad del segundo, ¿por qué no establecer igual diferencia en cuanto a la simplicidad y composición, declarando corresponder ésta a la forma y reconociendo ser posible aquélla en la esencia substancial?

Una de dos: o nuestra ignorancia respecto a la constitución intrínseca de los objetos nos impide en absoluto considerarla necesariamente de tal o cual modo, caso en el cual no podemos decir que sea o deje de ser compuesta, o no hay aquel impedimento. Opto por esto último.

Convengo con Balmes en que no debemos considerar como esenciales a la substancia de los cuerpos todas las cualidades perceptibles de éstos y por el mero hecho de percibirlas, aunque sea constantemente; pero entiendo que nuestra falta de un conocimiento adecuado o cabal de la naturaleza íntima de las cosas sensibles, no nos imposibilita atribuirle por deducción lógica ciertas propiedades que coincidirán o no con las perceptibles, pero que en ambos casos serán innegables si están racionalmente deducidas. De modo que, en realidad, lo único que impide ese desconocimiento es formar prejuicios sobre problemas cuya solución corresponde sólo al raciocinio.

Ahora bien: éste, que coincide con la experiencia cuando presenta a los cuerpos, como a todos los seres, esencialmente extensos, y, por lo tanto, impenetrables, difiere de aquel testimonio al atribuir homogeneidad intrínseca a dichos objetos, que son extrínsecamente heterogéneos.

Por lo demás, ni en esta antítesis ni en las otras análogas que se presentan hay verdadera contradicción, pues las propiedades simultáneamente opuestas en tales casos, no se refieren a una misma cosa.

Después de todo, a esos espiritualistas —tan interesados en presentarnos a la materia esencialmente compuesta para justificar la existencia en nosotros de un alma simple en quien radique nuestra conciencia una—, había que preguntarles cómo armonizan con la simplicidad de ese principio anímico la pluralidad de sus potencias —orgánica, sensitiva e intelectual—, y dentro de cada una de éstas, la multitud de sus facultades.

Decir, con Liberatore, que las potencias del alma fluyen de su esencia como la línea fluye del punto, y que así como un solo punto puede ser el término de muchas líneas, sin que por eso su simplicidad se desnaturalice, así el alma es el principio único de diferentes facultades (30), equivale a considerar a éstas cual otros tantos seres individuales que, lejos de hallarse comprendidos en aquélla, la contienen en sí como su parte extrema. No está más afortunado el Dr. Castellote cuando compara las potencias que se derivan del alma con las ramas salidas de un solo tronco (31), porque también aquéllas difieren entre sí y tampoco se hallan contenidas en éste.

La impropiedad de tales metáforas y otras con las que se intenta dar a conocer la armonía en cuestión, se debe, sin duda, no al inconveniente en explicar un concepto primario, como vimos que es el de la extensión, sino a la imposibilidad de expresar lo inconcebible, como parece ser lo la multitud heterogénea dentro de lo simple.

¿Y qué decir del dogma católico que declara haber tres personas distintas en la esencia absolutamente simple de Dios?

¡Ah! no están autorizados quienes admiten semejantes contradicciones, para rechazar la homogeneidad esencial de la Materia, como contradictoria a la heterogeneidad de formas de la misma.

No me contesten escudándose con que aquéllas son misterios sobrenaturales, pues replicaré que también tiene los suyos la Naturaleza, y si alegan en defensa de los primeros la autoridad de una divina revelación harto discutible, yo aduzco en apoyo de los segundos el irrecusable testimonio del raciocinio humano.

Unicidad.— Es la propiedad de la cual dice el P. Zeferino González que «excluye la multiplicación numérica de la esencia» (32), o sea la pluralidad de esencias idénticas.

Se halla determinada por la homogeneidad, pues no cabe que haya dos o más cosas sin que diferencias en su respectivativa naturaleza impidan que se confundan en la más absoluta unidad. «Donde hay pluralidad —afirma aquel autor— hay diferencia, porque no es posible concebir pluralidad de seres, sin concebir al propio tiempo que el uno no es el otro, y por consiguiente, que en el uno hay algo que no hay en el otro» (33).

Así, pues, contra lo que se ha imaginado, la substancia cósmica no consta de átomos ni de partes homogéneas, que equivaldrían a otras tantas substancias idénticas.

INDIVISIBILIDAD.— Resulta necesariamente de la Simplicidad, porque donde no hay partes diversas ni idénticas no cabe separarlas, en lo cual consiste la división. Ésta, como advierte Balmes, no hace aquéllas, sino que las presupone, y, por consiguiente, una cosa simple no puede dividirse (34).

Pues bien, siéndolo la esencia material, no cabe que le afecten los fraccionamientos que experimentan los cuerpos cósmicos, y que luego veremos cómo se realizan.

INMUTABILIDAD.— Consistiendo toda mudanza en la sustitución de una cosa por otra, mudar aquélla total o parcialmente equivale a desaparecer en todo o en parte; debiendo ser completa tal desaparición, cuando se trata de una entidad simple, como lo es la esencia. Luego ésta es, mientras existe, necesariamente inmutable.

Según esto, le ocurre a la esencia material, respecto a las mudanzas cósmicas, lo que del espíritu dice Balmes: que es «siempre idéntico a sí mismo, y permanece constante a pesar de la variedad de ideas y de actos que pasan por él como las olas sobre la superficie de un lago» (35).

C.) Por último, atribuyo a la Materia, como su propiedad peculiar y característica, la FORMABILIDAD, nombre con que designo esa aptitud de afectar simultánea y sucesivamente multitud de variadas formas.

III

1.— Y paso a explicar éstas, empezando por indicar su naturaleza genérica.

Desde luego, no pueden ser aquellas substancias incompletas admitidas por los aristotélicos-escolásticos, y a cuya existencia se opone la unidad substancial del Universo. Ni cabe que sean ciertas realidades accidentales sui generis, distintas y hasta separables de todo sujeto de inherencia, como también admiten dichos pensadores y, con ellos, Leibnitz; pues tales entidades, que no serían verdaderos accidentes si pudieran de modo alguno existir en sí, equivaldrían a otras tantas substancias cósmicas.

Habiendo una sola, a ella deben referirse y nada cabe que sean sin ella las formas. Por eso las apellido materiales, porque no tienen realidad alguna fuera de la Materia, consistiendo tan sólo en modalidades o manifestaciones de ésta.

Tampoco existen ni pueden existir por sí, pues ya demostré en mi anterior estudio (36) que son producidas por la acción divina; debiéndose a esta misma índole contingente o carencia de necesidad de existir que duren sólo determinado tiempo.

De modo que ellas son los accidentes cósmicos, ora se atienda para dar aquel nombre a la falta de subsistencia, ora a lo limitado de la duración.

2.— Distingo tres clases de formas:

A.) Las de la primera, que llamo figuras, consisten exclusivamente en los contornos de los cuerpos.

Su realidad objetiva se halla acreditada plenamente por la vista y el tacto, sin que el testimonio directo e inmediato de ambos sentidos alcance, en tal punto, las rectificaciones que en otros imponen ciertos descubrimientos científicos.

Efectivamente; éstos —que contradicen nuestras primeras percepciones ópticas y tactiles, al enseñarnos que los colores o modalidades de la luz, y la temperatura no están en los objetos, sino que son, como los sonidos, fenómenos subjetivos a los cuales sólo corresponden fuera de nuestra mente distintas vibraciones atómicas o moleculares— suponen la objetividad de las figuras; porque ¿son otra cosa que éstas los átomos y las moléculas? y ¿no es también figura el sujeto sensible?

Existen, pues, objetivamente aquéllas. Más aún: atendiendo a la teoría vibratoria aludida, cabe opinar con Malebranche (37) que en el llamado mundo exterior sólo hay figuras y sus movimientos o cambios de posición.

Ellas determinan las respectivas individualidades de los cuerpos cósmicos, porque sin las limitaciones que de un modo real establecen sobre el fondo simple de la Materia, aquéllas carecerían por completo de independencia individual. La sola variedad de colores, por ejemplo —único medio con que contamos, según Malebranche, para distinguir entre los objetos que vemos (38)— explicaría, a lo sumo, la diferencia de superficies planas, presentando el mundo a manera de un cuadro, en el cual las cosas no tendrían mayor relieve que las imágenes pintadas en un lienzo; mas ¿cómo comprender que realmente haya tres dimensiones, si no las aplicamos a las formas de que se trata?

Pero no se crea que la objetividad de las mismas señala alguna división en la esencia material, pues ya hemos visto que ésta es absolutamente indivisible. Aquéllas fijan los contornos, en todas direcciones, de sus respectivos individuos, sin que establezcan la menor solución de continuidad en la substancia común a todos ellos.

En las figuras surgen las demás formas, así directas como reproducidas, por lo cual les doy el calificativo de fundamentales.

B.) En cambio, apellido accesorias a las de la segunda clase —que son los colores, sonidos, olores, temperatura, etc.—, porque las atribuimos como propiedades accidentales a las otras, en vista de que éstas permanecen en medio de los cambios de aquéllas. Por ejemplo: una esfera de hierro sometida a la acción del fuego, cambia su color negro por el rojo, se convierte de fría en caliente, y sufre otras mudanzas sin perder por ello su redondez.

La subjetividad de estas formas se demuestra con las numerosas pruebas —que yo no he de repetir, pues son muy conocidas— de esa teoría vibratoria a la que antes he aludido, la cual resume P. Janet afirmando que «prescindiendo del sujeto que siente o vive, en una palabra, del animal, en la naturaleza no hay caliente ni frío, luz ni obscuridad, silencio ni ruido; sólo existen movimientos variados, cuyas leyes y condiciones determina la mecánica» (39). La Fisiología viene en apoyo de la Física para demostrar que dichos fenómenos sólo existen dentro del sujeto sensible, en el cual, como observa Müller, pueden corresponder varios de aquéllos a una sola causa externa, o a varias de éstas uno sólo de aquéllos (40).

Este carácter subjetivo de los mismos no constituye una prueba de su espiritualidad, como alguien cree; porque no reduciéndose la Materia al llamado mundo exterior, tampoco se contraen a éste las manifestaciones de aquélla, las cuales surgen donde la misma está, así dentro como fuera de nosotros.

Reconozco que no hablan con propiedad los materialistas, cuando dicen que el movimiento vibratorio se convierte en luz, calor, etc., y hasta convengo en que no es su verdadera causa; pero también creo que ni lo uno ni lo otro impiden que, con ocasión y en armonía con el primero, surjan los segundos en nuestra substancia material.

Por lo demás, ya aduje en mi anterior estudio los principales datos y consideraciones, en demostración de la materialidad de esos fenómenos apellidados sensitivos. Toca ahora disipar cualquier duda que sobre la naturaleza formal que les atribuyo pueda surgir, por inexactitud en la noción de ésta.

Si se reduce el concepto de forma al de figura, parecerá inaplicable aquel nombre a cosas que carecen de dimensiones; mas juzgo arbitraria tal reducción, porque no hallo justo motivo para que no se reconozcan otras manifestaciones de la Materia que esos contornos percibidos por la vista y el tacto.

Partiendo Malebranche de la teoría cartesiana que hace consistir la esencial material en la extensión geométrica, expone por boca de Teodoro, uno de los personajes de sus Conversaciones sobre Metafísica (41), el siguiente razonamiento:

«Así, pues, las propiedades o modalidades posibles de la extensión no son sino figuras o relaciones de distancia estables y permanentes, y movimientos o relaciones de distancia sucesivos e instables. Así, el sonido, que concedéis que es otra cosa que el movimiento, no está esparcido en el aire, y una cuerda no le puede producir. No será, pues, sino un sentimiento o modalidad del alma».

He aquí ahora lo que a semejante argumentación objeta el mismo discípulo de Descartes, valiéndose de Aristo, otro de los interlocutores:

«¿Quién os ha dicho que los cuerpos no son más que la extensión? La esencia de la materia consiste quizá en alguna otra cosa; y esta otra cosa será capaz de contener los sonidos y aun de producirlos. Probadme lo contrario».

A esta objeción, verdaderamente incontestable, replica Teodoro lo siguiente, que, lejos de desvirtuarla, viene a robustecerla y darle mayor alcance:

«Pero probadme vos mismo que esta otra cosa, en que hacéis consistir la esencia de la materia, no será capaz de pensar, de querer, de razonar». Y dice después: «¿Qué se yo si esta otra cosa que tomáis por esencia de la materia no tiene todas las cualidades que queréis atribuirle, puesto que de ella no tengo conocimiento alguno?».

Realmente esto constituye un argumento de mucha fuerza contra la pretendida necesidad de una substancia espiritual, cuya actividad explique la producción de los fenómenos llamados psíquicos; porque ¿cómo reducir a un determinado orden de cosas, cual es el de las figuras geométricas, la capacidad manifestativa de la Materia, siéndonos desconocido el constitutivo esencial de la misma?

Claro que Malebranche allana esta dificultad, convirtiendo en esencia de la substancia de los cuerpos la extensión. Pero ¿en qué se funda para proceder así? Pues únicamente en lo que él considera idea clara de la naturaleza íntima de aquéllos, y que, en realidad, no es más que ese prejuicio espiritualista, que inventa fenómenos inmateriales para justificar la existencia de un alma que los cause.

Ahora bien: desechando tal preocupación, y teniendo en cuenta que nuestra ignorancia sobre el constitutivo esencial de la Materia nos impide fijar determinados límites a su capacidad manifestativa, no puede ser tachada a priori de absurda mi explicación.

Así discurre el Dr. Baumann (42) cuando atribuye a la substancia corpórea deseo, aversión, memoria e inteligencia; calificando de infundado el temor de atribuir ciertas modificaciones a un ser cuya esencia, siéndonos desconocida, puede ser, por esta razón misma y pese a nuestro prejuicio, muy compatible con aquéllas.

C.) Lo mismo se puede decir respecto a las formas de la clase tercera, a las cuales llamo afectivas, y que se reducen a dos: placer y dolor.

Ambas son también subjetivas, pero difieren de las anteriores en que no las atribuimos con el carácter accesorio que éstas, a las fundamentales. Cabe, pues, calificarlas de inmanentes.

3.— Veamos ahora cómo con esas tres clases de formas materiales, sus movimientos y las representaciones a ellas relativas, se explican satisfactoriamente todas las cosas del Universo.

A.) De referir nosotros las formas accesorias a las fundamentales, resultan esas masas sólidas, líquidas y gaseosas llamadas cuerpos, tanto los orgánicos como los inorgánicos. Así, pues, todos ellos no son, fuera de nuestra mente, más que figuras, a cuyas imágenes o representaciones se unen en nuestro interior las modalidades constitutivas de los accidentes corpóreos.

B.) De la continuidad simultánea de cuerpos —o sea la contigüidad objetiva de figuras, con sus correspondientes referencias subjetivas— resulta lo que llama Kant forma de la coexistencia: el espacio.

Éste no es, pues, la cavidad absolutamente vacía soñada por los epicúreos y de imposible realidad, según queda dicho repetidas veces; ni el ser inmaterial que ideó Gassendi y cuya existencia dentro del Universo pugnaría con la unidad de su substancia; ni la inmensidad o algún otro atributo de Dios, como han pretendido ciertos filósofos —entre ellos Newton, que le llamó el sensorio divino—, contra la cual teoría militan los argumentos aducidos para demostrar la simplicidad de la esencia cósmica; ni la extensión misma de los cuerpos tomada en abstracto, según lo entienden muchos escolásticos, quienes de este modo más bien explican la idea de extensión geométrica que lo que es el espacio.

C.) Síguese de la anterior noción de los cuerpos, que cuando éstos efectúan los movimientos que estudia la Mecánica, sólo cambian objetivamente de posición las respectivas figuras de aquéllos; si bin nosotros les referimos siempre y donde quiera que estén, las formas de la segunda clase.

D.) Sustituciones objetivas de figuras, acompañadas de las correspondientes referencias subjetivas, constituyen los fenómenos químicos, en cuyas combinaciones y descomposiciones no hay, según esto, verdaderos cambios substanciales. Por ejemplo: al formarse el agua por la unión del oxígeno y el hidrógeno, no es que se conviertan dos substancias en otra, pues ya he dicho que tales conversiones son imposibles, porque equivaldrían a aniquilamiento de las dos primeras y creación de la tercera; lo que ocurre es que desaparecen las formas fundamentales del oxígeno e hidrógeno, para surgir en su lugar la del agua, y a este cambio que se verifica fuera de nuestra mente corresponde, dentro de ella, el de las respectivas formas accesorias.

E.) Las anteriores explicaciones son aplicables a las funciones vitales meramente orgánicas, que se reducen a fenómenos mecánicos y químicos, según demostré en Dios y Materia.

De modo que la vida apellidada vegetativa es un sistema, más o menos complicado, de movimientos y cambios formales que se realizan en la figura, también de mayor o menor complejidad, que constituye la base del organismo. La permanencia de los contronos generales de ésta y de sus correspondientes formas accesorias, a través del crecimiento y en medio de las demás mudanzas parciales, determina la identidad corpórea de aquél, así como la fisiológica es determinada por la conservación del indicado sistema de translaciones y transformaciones.

F.) Las formas afectivas, acompañadas de ciertas modalidades de los fenómenos vitales —sacudidas nerviosas, contracciones y dilataciones musculares, alteración circulatoria, etc.— y relacionadas con algunos intelectivos, en que luego me ocuparé, constituyen los sentimientos, nombre que doy a todas las afecciones agradables o desagradables, así a las que se refieren a las necesidades orgánicas como las relativas a cualquier otro orden.

G.) Llego al examen de los fenómenos intelectivos.

a.) La aparición dentro de nosotros de las formas accesorias e imágenes de las fundamentales, con la representación de sus movimientos, actitudes, etc., constituyen, siendo concretas, las denominadas percepciones sensitivas, término final de esos procesos vitales conocidos con el nombre de sensaciones, que empiezan al ser impresionados nuestros sentidos por las cosas sensibles.

b.) Las llamadas ideas de éstas son aquellas apariciones y representaciones, efectuándose de un modo vago, sin los detalles que determinan cada individualidad.

Establecer una distinción radical entre ambas clases de fenómenos, es un error contra el cual protesta el mismo significado etimológico de la voz griega idea, equivalente a imagen.

Ésta, según los espiritualistas, precede o acompaña siempre y necesariamente a aquélla, pero sin confundirse con la misma, la cual hacen consistir en un algo especial, que no concibo qué es. Hasta dudo que verdaderamente lo conciban esos mismos filósofos que lo proclaman. Leamos si no, esto que escribe uno de ellos y no de escasa autoridad; el tantas veces citado Balmes:

«¿Qué significa la idea de triángulo si no se refiere a líneas que forman ángulos y que cierran un espacio? Y ¿qué significan líneas, ángulos, espacio, en saliendo de la intuición sensible? Línea es una serie de puntos, pero esta serie no representa nada determinado, susceptible de combinaciones geométricas, si no se refiere a esa intución sensible en que se nos aparece el punto como un elemento generador de cuyo movimiento resulta esa continuidad que llamamos línea. ¿Qué serán los ángulos sin esas líneas representadas o representables? ¿Qué será el área del triángulo si se prescinde de su espacio, de una superficie representada o representable? Se puede desafiar a todos los ideólogos a que den un sentido a las palabras empleadas en la geometría, si se prescinde absolutamente de toda representación sensible» (43).

Después de leído esto, no comprendo qué halla Balmes en la idea del triángulo, que no sea la imagen del mismo.

Ahora bien: ya he indicado antes que en la idea, la representación formal no es del modo concreto que en la percepción, sino de una manera vaga que la hace aplicable a todos los individuos de su especie.

Esta diferencia la explica el mismo Balmes, aludiendo también al triángulo. «En él —dice— se prescinde de que las líneas sean largas o cortas, de que formen ángulos más o menos grandes; de lo cual no se puede prescindir en ninguna intuición determinada, porque ésta, cuando existe, tiene calidades propias» (44).

En términos análogos se expresa Malebranche refiriéndose a un círculo. «Cuando le concebís —afirma— es que la extensión inteligible se aplica a vuestro espíritu con límites indeterminados en cuanto a su magnitud, pero igualmente distantes de un punto determinado y todos en un plano; y entonces concebís un círculo en general… Y cuando lo sentís o lo veis, es que una parte determinada de esa extensión impresiona sensiblemente vuestra alma, y la modifica por el sentimiento de un color» (45).

c.) Las ideas consideradas como puramente intelectuales, tampoco son más que representaciones de fases, actitudes, relaciones, etc., de las mismas cosas sensibles.

Oigamos sobre esto a Condillac:

«Las ideas morales parecen escapar a lo sentidos; por lo menos, se ahuyentan de los de aquellos filósofos que niegan que nuestros conocimientos proceden de las sensaciones. Preguntarán quizás de qué color es la virtud, de qué color es el vicio. Yo respondo que la virtud consiste en el hábito de las buenas acciones, como el vicio consiste en el hábito de las malas. Luego estos hábitos y estas acciones son visibles.

»Pero ¿es la moralidad de las acciones cosa que cae bajo los sentidos? ¿Por qué, pues, no caerá? Esta moralidad estriba únicamente en la conformidad de nuestras acciones con las leyes; luego estas acciones son visibles, y las leyes igualmente» (46).

Pues bien: las representaciones de esa serie de actos y de su acuerdo con las leyes, constituyen las ideas de virtud y de moralidad.

La verdad de esta teoría se impone de tal modo, que obliga a espiritualistas como los escolásticos a considerar a las imágenes no menos necesarias en la adquisición de los conocimientos de la esfera puramente intelectual, según ellos, que para adquirir los del orden al cual reducen lo sensible.

«Es imposible —dice Santo Tomás— que según el estado de la vida presente en que el entendimiento se halla unido al cuerpo pasible, conozca alguna cosa actualmente, nisi convertendo se ad phantasmata». «Porque —añade, al aducir el segundo indicio en que apoya tal afirmación— cada cual puede experimentar en sí mismo, que cuando uno procura entender o conocer alguna cosa, se forman en su interior ciertas representaciones sensibles, a modo de ejemplares o retratos, en los cuales pueda como mirar aquello que procura entender. De aquí es también, que cuando queremos hacer que alguno comprenda alguna cosa, le proponemos ejemplos, por medio de los cuales pueda él formarse representaciones sensibles que le ayuden para entender lo que se desea» (47).

Esto, según el Cardenal González, ocurre en «todas nuestras concepciones intelectuales, por abstractas que sean en sí mismas y en relación a sus objetos» (48). «Así —dice Balmes—, hasta pensando en Dios, en el acto mismo en que afirmamos que es espíritu purísimo, se nos ofrece en la imaginación bajo una forma sensible» (49).

Ni puede suceder otra cosa, porque no otra cosa se produce en nuestra mente que esas formas sensibles; y los que admiten las ideas puramente intelectuales, no nos explican la naturaleza de éstas mejor que la de las demás. Todas sus artificiosas tentativas de explicación se estrellan contra la imposibilidad de explicar aquello que no existe.

Lo que hay es, como observa Condillac, que «partiendo de la circunstancia de que damos nombres a aquellas cosas de las cuales tenemos una idea, se supone que tenemos una idea de todas aquellas a las cuales damos nombres. He aquí un error contra el que es preciso prevenirse. Posible es que sólo asignemos nombre a una cosa porque tengamos seguridades de su existencia» (50).

Por ejemplo: yo creo firmemente en Dios, y, sin embargo, carezco de la menor idea de su esencia, ya que ignoro completamente en qué consiste.

Otras veces nombramos lo que no existe, como sucede con la nada; pero ¿qué cosa positiva puede constituir la idea de no ser? Oigamos la contestación que da Balmes: «El concepto de la nada absoluta nos es imposible: 1.º, porque esto sería un concepto completamente vacío, o más bien la ausencia de todo concepto» (51). «El pensamiento de negación pura —dice en otro lugar— no es pensamiento, no es concepto», pues la razón «no alcanza a hacer salir de una pura negación un concepto positivo» (52).

d.) Los juicios están constituidos por grupos de formas, imágenes de ellas o representaciones de sus aspectos, actitudes, etcétera, hallándose de cierto modo relacionadas entre sí las constitutivas de cada uno de ellos. Así, el que formulamos aseverando la bondad de un hombre, consta: de la imagen de éste —compuesta, a su vez, de la de su figura, con más las formas accesorias que le atribuimos—, la representación de los movimientos en que consisten los actos de aquél, y la del acuerdo de éstos con la norma de moralidad.

e.) Infiérese de aquí lo que son las series de juicios llamadas raciocinios: sucesiones de aquellos grupos, guardando determinado orden. Por ejemplo: tenemos la combinación de formas directas y reproducidas que constituye el juicio de la pesantez de los cuerpos; hacemos que la siga otra, en que consiste el de la corporeidad de agua; pues bien, tras ella surje una tercera combinación, correspondiente a este tercer juicio: «El agua pesa». Tal es el proceso de todos los discursos.

f.) Resulta de esto que lo que designamos con el nombre de inteligencia, no es esa facultad substantiva creadora de pensamientos, que nos atribuye el espiritualismo; ni una función orgánica mediante la cual el cerebro segregue aquéllos como el hígado segrega la bilis, según la comparación hecha por Cabanis, Vogt y la mayoría de los materialistas, pero que rechazan, por su inexactitud, Büchner y otros partidarios de la misma escuela. La inteligencia es la propiedad que tiene esa figura que sirve de base objetiva a la masa encefálica, de ser teatro de la aparición y movimientos de las examinadas formas, imágenes y representaciones, en virtud y con sujeción a ciertas leyes cósmicas.

g.) En cuanto a la denominada conciencia psicológica, se confunde, a mi juicio, con la producción misma de aquellos fenómenos; y así lo prueba el que ninguno de éstos se realiza en nosotros sin que nos demos cuenta de él. Muchas veces nuestra voluntad no interviene en tal producción, pero ello no impide que tengamos ese conocimiento íntimo de los actos internos.

¿Qué ocurre, por ejemplo, en el sueño? «Es indudable —afirma Balmes— que a veces en él se nos presentan las imágenes con tanta claridad como si estuviéramos despiertos, y que por el momento la certeza es completa… Por lo común, mientras dura el sueño, no abrigamos duda sobre lo que soñamos; y abrazamos a un amigo con tierna efusión, o lloramos desconsolados sobre su tumba, con las mismas afecciones que nos produciría la realidad» (53). Cuando éstas son confusas, también nos damos alguna cuenta de ellas; de modo que siempre que soñamos, tenemos clara o confusamente conciencia de nuestros ensueños. Así opina Leibnitz, para quien nunca hay una falta absoluta de aquélla, ya que nuestro pensamiento es una luz que despide a veces muy poco resplandor, pero que no llega a apagarse del todo (54).

Recuérdese que estoy hablando de la conciencia psicológica, no de la moral, que consiste en discernir lo bueno de lo malo. Este discernimiento preexige las ideas del bien y del mal; y si faltan éstas, como sucede en los animales, o se las tiene erróneas, como en el loco, no hay conciencia moral. Pero el loco y los animales, igual que las personas cuerdas, conocen los fenómenos más o menos intelectivos que en ellos se producen, y los conocen precisamente porque tal conocimiento se confunde con esa producción misma.

Otro indicio de esta identidad, es el hecho de que sólo nos damos cuenta de los fenómenos intelectivos mientras se producen o se reproducen en nosotros. Si la conciencia de ellos consistiera en esa especial impresión, que, según el espiritualismo, dejan en la substancia anímica, sería difícil armonizar con la permanencia que se atribuye a ésta el hecho aludido.

Explicada así la conciencia a que me refiero, se comprende que la composición y renovación atómicas de la figura cerebral no sean obstáculo a la unidad de aquélla en cada fenómeno, por lo mismo que no obstan a la producción íntegra del mismo; pues la forma directa o reproducida que constituye éste, surge en el compuesto cerebral y en él permanece a través del cambio de los átomos, de manera análoga a como se refleja permanentemente una imagen sobre el conjunto de gotas, sin cesar renovado, del agua de un río.

La conciencia que cada uno de nosotros tiene de la unidad de su persona, consiste en la representación de la simultaneidad de sus fenómenos intelectuales; y la asociación de recuerdos de éstos constituye el íntimo reconocimiento de nuestra identidad personal respectiva.

H.) De la sucesión de unas formas y representaciones a otras, fuera y dentro de nosotros, resulta lo que Krause considera forma del mudar, o sea el tiempo; el cual, por lo tanto, no es la condición exclusivamente subjetiva y a priori de la intuición, a que Kant (55) lo reduce, ni cosa que exista objetivamente con separación de las que se suceden.

IV

1.— Para terminar esta explicación, voy a decir algo sobre la fuerza del Universo.

Niego que exista aquélla, si por tal se entiende un elemento substancial diferente de la Materia, porque se opone a su existencia la unidad de la substancia cósmica.

Tampoco la admito si de le atribuye a ésta como propiedad esencial, según pretenden Büchner y otros materialistas, pues la inercia de aquélla es una verdad científicamente establecida. Como observa Janet, «ya hace largo tiempo que se creyó encontrar en ella la prueba de un poder superior a la materia, de un primer motor» (56); y yo, en mi otro estudio, deduje la existencia del Formador del Universo, demostrando que la substancia de éste no tiene en sí la causa determinante de la variabilidad de sus formas.

Fundado, pues, en estas razones, afirmo que la esencia material carece de todo principio de actividad, siendo actuada por Dios.

Las determinaciones del poder de Éste, con arreglo a las cuales actúa sobre aquélla, se traducen en leyes cósmicas.

2.— Pero no hallo implicada en el mero hecho de esa actuación la necesidad de que sea tal, que deban considerarse todas y cada una de las cosas del Universo como obras directas del Formador divino. En cambio, veo pruebas palmarias de espontaneidad en algunos fenómenos. Dentro de mí mismo, ofréceme una poderosísima la conciencia de mi libertad.

Pues bien; ellas me inducen a creer que Dios opera sobre la Materia de modo que ésta pueda moverse espontáneamente en ciertos casos, aunque siempre con sujeción a las normas universales antes indicadas (57).

Y esto explica satisfactoriamente, en concepto mío, todos los actos de la voluntad, así de la instintiva de los animales como de la libre del hombre.

Firma de Luis Hernández Rico

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[1] [Victor Cousin (1792-1867) fue filósofo ecléctico, deudor a un tiempo del empirismo y del idealismo. Autor, entre otras obras, de De la Métaphysique d’Aristote (1835)].

[2] Confes., XII, [6. Se trata de un capítulo de la famosa obra agustiniana que el Autor ya había citado en su anterior ensayo Dios y materia. Resultado de una investigación sobre la naturaleza y el origen del Universo].

[3] [El filósofo alemán Friedrich Albert Lange (1828-1875) fue destacado exponente del neokantismo].

[4] Filosof. fund., lib. 5º, c. XIV.

[5] Curso de Metaf., 2ª p., lec. 3ª. [El turolense Joaquín Arnau e Ibáñez (1850-1890), exponente del krausismo y de acendrado ideario republicano, había sido titular de la cátedra de Metafísica en la Universidad de Valencia y por lo tanto más que probable profesor de Hernández Rico].

[6] Nuevo ensayo sobre el origen de las ideas, tom. 3º.

[7] Filosof. fund., lib. 5º, c. XIV.

[8] [El jesuita italiano Ruggero Giuseppe Boscowich (1711-1787), astrónomo y matemático, fue partidario de un enfoque dinámico de la teoría atómica newtoniana].

[9] Prólogo a una traducción de la Clasif. de las ciencias, de Spencer. [Se trata de la versión española de Eduardo Zamacois, publicada en Madrid en 1889].

[10] Limit. del conocim. humano. [Sobre el fisiólogo y matemático alemán Emil du Bois-Reymond (1818-1896), fundador de la electrofisiología, y concretamente sobre su famoso «Ignorabimus», citado aquí por Hernández Rico, puede consultarse con provecho el siguiente artículo del profesor Gustavo Bueno: Ignoramus, Ignorabimus!].

[11] Filosof. elem., lib. 5º, cap. III, art. I [Acerca del célebre teólogo y cardenal dominico asturiano Fray Ceferino González (1831-1894), recomendamos la completa semblanza contenida en el nunca demasiado ensalzado Proyecto Filosofía en Español].

[12] Física, lib. 4º.

[13] Filosof. fund., lib. 3º, cap. XXXIV.

[14] Id. id., cap. I.

[15] Filosof. fund., lib. 2º, cap. IX.

[16] Leviathan.

[17] Sum., 1ª P., cuest. 8, art. 1.

[18] Filosof. fund., lib. 3º, cap. XXXII.

[19] Filosof. fund., lib. 2º, cap. VIII.

[20] Filosof. fund., lib. 3º, cap. XIX.

[21] Id. id., cap. XXXIII.

[22] Filosof. elem., lib. 5º, cap. III, art. I

[23] Filosof. elem., lib. 5º, cap. III, art. I

[24] Idem.

[25] Metaf., lib. [¿X?].

[26] Filosof. fund., lib. 6º, cap. II.

[27] Fragm. de una carta. [Se trata del filósofo inglés Samuel Clarke (1675-1729). La carta en cuestión, que no hemos identificado, podría formar parte del epistolario cruzado entre éste y Leibniz].

[28] Filosof. fund., lib. 2º, cap. II.

[29] Apun. para una Metaf. elem., lib. 2º, sec. 4ª, cap. II, art. I. [Sólo cinco años mayor que Hernández Rico, el filósofo católico Pedro María López desempeñaba precisamente la cátedra de Metafísica en la Universidad de Valencia cuando se publicó el presente opúsculo, lo que abona la posibilidad de un conocimiento directo entre ambos].

[30] Del Comp. hum., cap. V, art. VI. [El jesuita salernitano Matteo Liberatore (1810-1892) fue uno de los exponentes más cualificados del neotomismo. Su tratado titulado Del compuesto humano, aparecido en Italia en 1862, fue publicado al español en 1882 (Imprenta de la Inmaculada Concepción, Barcelona)].

[31] Confer. científ. relig., 4ª «La Mater. y el Espír.». [Salvador Castellote y Pinazo (Valencia, 1846 – Jaén, 1906) fue canónigo de la catedral de Valencia, obispo sucesivamente de Menorca y de Jaén y arzobispo electo de Sevilla, sede que su repentina muerte le impidió ocupar. El título completo de la obra citada es: Conferencias científico-religiosas pronunciadas en la catedral de Madrid. La editó en 1892 el Obispado de Madrid-Alcalá. Sabemos por testimonios familiares que, pese a sus ideas no ciertamente afines a la filosofía y teología cristianas, Hernández Rico mantuvo durante toda su vida muy estrechas y cordiales relaciones con ilustres exponentes del alto clero valenciano. No excluimos, pues, un posible conocimiento personal del brillante eclesiástico por parte de nuestro autor].

[32] Filosof. elem., lib. 6º, cap. III, art. I

[33] Idem.

[34] Filosof. fund., lib. 3º, cap. XXII.

[35] Id., lib. 1º, cap. XIII.

[36] [Se trata del opúsculo Dios y materia. Resultado de una investigación sobre la naturaleza y el origen del Universo. Cf. sobre todo la siguiente conclusión].

[37] Convers. sob. Metaf., confª 3ª.

[38] Convers. sob. Metaf., confª 1ª.

[39] El Material. contemp., III. [Parece citar aquí Hernández Rico, con alguna leve diferencia en la puntuación, la versión española que de la obra más importante del filósofo francés Paul Janet (1823-1899) publicara en 1877, precisamente en Valencia, el doctor Aguilar y Lara, y cuyo texto completo está disponible en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes].

[40] Fisiolog., T. III y V. Nociones prelim. [Se trata de la obra más destacada del gran fisiólogo alemán Johannes Peter Müller (1801-1858), traducida al español en 1846 (Ignacio Boix, Madrid)].

[41] Confer. 3ª.

[42] [Seudónimo del matemático y astrónomo francés Pierre Louis Moreau de Maupertuis (1698-1759)].

[43] Filosof. fund., lib. 4º, cap. VI.

[44] Id.

[45] Convers. sob. Metaf., confª 1ª, X.

[46] Lógica, 1ª par., cap. VI.

[47] Sum. Theol., quest. 84, art. 7º.

[48] Estudios sobre la Filosof. de Santo Tomás, lib. 5º, cap. XVII.

[49] Filosof. fund., lib. 4º, cap. IV.

[50] Lógica, 1ª part., cap. V.

[51] Filosof. fund., lib. 10º, cap. VII.

[52] Id. id., cap. VI.

[53] Filosof. fund., lib. 2º, cap. III.

[54] Cit. por Balmes en Id., lib. 9º, cap. IX.

[55] Estét. trascend.

[56] El material. contemp., IV.

[57] Las ligeras indicaciones hechas aquí sobre este punto, las ampliaré en un estudio que estoy preparando acerca de la Divinidad. [Carecemos, al estado actual de nuestros conocimientos, de más noticias acerca de este proyecto del Autor].

~ por rennichi59 en martes 27 marzo 2007.

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